Opinión

Herencia

En un creciente clima de crispación, y particularmente de polarización de la opinión pública, la sociedad se debate entre la ayuda humanitaria y el derecho de los ciudadanos, tanto a recibir la asistencia del Estado, como en la prioridad de la atención.

En demasiadas ocasiones se invocan motivos históricos para ilustrar la precaria situación de muchos países, justificando así una presunta obligación contraída por Europa en general frente al resto del mundo.

En ejercicio de una visión torticera, hay quien no deja de argumentar un genocidio español sobre los indios del nuevo mundo, obviando que la población indígena americana supera los  300.000 millones, cifra difícil de casar con un hipotético exterminio, sobre todo considerando que la población indígena en 1492, según la media de Rosenblat, Fisher, Maddison y Canga, giraba alrededor de apenas 10 millones para todo el continente.

Apreciación semejante se puede observar en Oriente Próximo y África, donde los conflictos tribales e interestatales llevaron a sus propios moradores a paradojas como la caza de nativos para destinarlos al tráfico humano. Cierto que los europeos desplazaron como esclavos a millones de africanos hacia América, pero nunca los capturaron, apenas se limitaron a comprárselos a los pueblos autóctonos que los comercializaba. En sintonía con esas formas, muchas de esas naciones se adhirieron a los países europeos como Protectorados, cuando no se aliaron a los colonialistas solicitando formalmente la ocupación de sus territorios a cambio de ventajas gubernamentales.

La consecuencia  para estos pueblos fue la ocupación y explotación de sus territorios como colonias, hasta  alcanzar la independencia tras la acción de los movimientos soberanistas surgidos tras la II Guerra Mundial.  Los distintos Frentes de Liberación Nacional lograron finalmente la autodeterminación, especialmente en la década de los 60 y 70 del pasado siglo XX.

El Sáhara, Tánger, Guinea Ecuatorial, Angola, Mozambique, Sierra Leona,  Kenia, y un largo etcétera de colonias que en muchos casos alumbraron países con fronteras y denominaciones nuevas, fruto en muchas ocasiones de lustros de conflictos armados entre ellos. Tal es el caso, por ejemplo, de la antigua Abisinia italiana, donde desde 1941 la misma Etiopía cuyo pueblo moría de hambre en el Cuerno de África, disfrutaba de un arsenal para masacrar a la población civil de Eritrea con Gas Naranja, antes de reconocer en en 1993 su autonomía. Desde 1941 Etiopía ya tuvo tiempo sobrado para reorganizarse e impulsarse como Estado en lugar de culpar a Italia por su situación actual. 

Lo mismo sucede con muchos otros pueblos soberanos de Asia y África que alcanzaron su independencia hace casi 60 años. Si en medio siglo no han sido capaces de subsanar sus enfrentamientos atávicos -germen  de los imperios coloniales en el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX-, la responsabilidad no es del Viejo Continente, sino de quienes paradójicamente escogieron la pobreza al no haber aprendido a convivir en paz ni a gestionar sus enormes riquezas. No en vano son los propietarios de los mayores depósitos de materias primas: minerales, crudo, gas, piedras, metales preciosos, producción agrícola, caladeros...

Porque el peligro de invocar razones históricas para justificar el presente -en lugar de luchar por un futuro-, es que siempre hay quien podrá argumentar que logros como la sanidad pública española se basan en el Seguro Obligatorio de Enfermedad, impuesto por ley en 1942, en plena dictadura franquista, o que las actuales normativas sanitarias, la infraestructura pública y su gestión, los mejores hospitales actuales, el sistema formativo MIR y la esencia de la asistencia médica y benéfica, no son otra cosa que la herencia del autoproclamado Generalísimo.

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