Opinión

Intereses oscuros

No creamos este medicamento para los indios, sino para los occidentales que pueden pagarlo”, fueron las infernales palabras del insidioso consejero delegado de Bayer, Marijn Dekkers, en enero de 2014 en relación a un fármaco de última generación para tratar cánceres de hígado y riñón, lo que pone a toda la población sobre aviso de los intereses de las farmacéuticas a la hora de valorar la bolsa y la vida de cuantos dependen de medicamentos. ¿De todos? ¡No! Parafraseando a los geniales Uderzo y Goscinny, una aldea poblada por irreductibles resiste todavía y siempre al invasor... Esta es la semblanza de los que objetan al monopolio de la salud que ejerce hasta la sumisión farmaindustria sobre los infelices mortales occidentales, porque como queda patente, donde no hay dinero no son necesarios más de la mitad de los medicamentos.

Para muestra el caso de Jack Andraka, un adolescente de Maryland, Estados Unidos, que en el 2013, a los 16 años de edad, ideó un método de detección precoz de cáncer de páncreas —ampliable para el de ovario y pulmón—, con un coste de apenas unos céntimos. Basado en el análisis de determinadas proteínas vinculadas al padecimiento, el adolescente desarrolló un método seguro, fiable y económico, capaz de detectar un cáncer en las primeras fases de desarrollo que prácticamente garantizaría una supervivencia del 98% de enfermos, merced a un test cuyo coste es de apenas de unos céntimos.

Huelga soslayar que, tras presentar su descubrimiento a las farmacéuticas, se encontró con idéntica respuesta unánime por parte de ellas, rechazando su inestimable aportación a la salud y la ciencia dado lo económico y la escasa rentabilidad de su magna aportación a la humanidad, induciendo a pensar que resulta mucho más productivo vender anticancerígenos que prevenir la enfermedad en los primeros estadios, obviando que la salud es y debe ser un derecho universal, incluyendo a los indios indigentes despreciados por el consejero de Bayer.

Porque haciendo cuentas, abrir una planta de elaboración de pastillas casi exige fidelizar al cliente, obligándolo a tomar la gragea de por vida para garantizar la continuidad de la producción. Ahí entra en juego el facultativo honesto que le dice a su paciente “sí, esta pastilla es para toda la vida, si no cambia el motivo por el que hay que tomarla”. Como ejemplo una para la tensión, que con los años acaba dejando las venas con la consistencia del papel. El buen médico informa de que, si la hipertensión se debe por ejemplo al exceso de colesterol, con bajarlo se acabó la necesidad de la pastilla y sus efectos secundarios, labor por la que no andan los fabricantes.

Sobre ese mismo punto pone el dedo sobre la yaga el biólogo, médico, investigador y catedrático de Diseño e Investigación Clínica de la Universidad de Copenhague, Peter Gotzsche, alertando del abuso de recetas de psicofármacos y cuestionando la corriente biológica de la psiquiatría que utiliza de manera indiscriminada fármacos en ancianos, niños y enfermos sin diagnóstico claro, poniendo en evidencia a partir de sus investigaciones que, en la mayoría de las ocasiones, producen más daños que beneficios, sin que nadie ponga freno a su uso.

Cualquier familiar de un paciente de una enfermedad terminal conoce a la perfección el concepto de “mejoría de la muerte”, que hace referencia a una pseudomejoría aparente poco antes de que una persona moribunda fallezca, lo que se aprovecha en algunas unidades hospitalarias, especialmente en los hospitales universitarios y de investigación, para remitir al paciente a su casa, mejorando su estadística de fallecidos en sus instalaciones.

Si a medio o largo plazo un tratamiento causa más daños que beneficios, conviene empezar a preguntarse, no ya cuáles son los intereses creados para su consumo, sino tanto su conveniencia como el papel que deben jugar las autoridades sanitarias de cada país, empezando a preguntarse quién financia a la misma OMS que establece las pautas sanitarias.

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