Opinión

La hora del cambio

Consciente todo el país de que ya es mucho moler con el manido tema catalán, con o sin autodeterminación, aún queda por aclarar quién va a pagar los platos rotos, esos costes por desplazar acantonando a las fuerzas del orden en Cataluña, los gastos de emergencias y, en definitiva, la movilización de la Administración para garantizar el cumplimiento de la ley. A todo esto, claro, se suma el sobrecoste financiero para el Estado después de que la prima de riesgo se disparara, planeando la sospecha de que, lejos de por cuenta de los responsables, la factura recaerá como siempre sobre el respetable.

Que el mandato de Puigdemont hace aguas es tan evidente como su esfuerzo por nadar y guardar la ropa: con todos los frentes abiertos —empresarial, económico, social, y por otro lado bajo igual presión del Ejecutivo que de los socios de su misma cuerda—, ya no sabe hacia dónde mirar para eludir la componenda que lo lleva directo al caldero. Pero tampoco tiene ya mayor margen de maniobra después de una bravata que se ha ido desinflando para reducirse a un “pues si no me dejas me acuso a Europa”, organismo ahora más distante que nunca. 

A Puigdemont apenas le queda proclamar la independencia aún a sabiendas de que comporta la intervención de la autonomía y su ingreso inmediato en la trena, y no tanto porque vaya a suponer cambio alguno en el mapa estatal sino porque, de lo contrario, le volverán la espalda sus correligionarios, a día de hoy los únicos que quedan para llevarle de visita un cartón de celtas y unas pesetillas, o procurarle algún sustento tras la condena, encumbrado ya como mártir de la causa.

Pero si hay algo manifiesto de la crisis soberanista es la naturaleza obsoleta de la Constitución, una dama cuarentona a la que —coma por aquí, punto por allá y techo e gasto por el otro lado—, cada Gobierno le ha ido metiendo mano con impunidad, por más inmutable que se proclame, demostrando que, más que un simple traje nuevo, a la buena de la señora le urge una restauración a fondo para evitar nuevas asonadas, garantizando la convivencia pacífica de los pueblos que forman España

No se debe olvidar que tanto el ordenamiento jurídico como el modelo de Estado nacieron en un momento histórico crítico, bajo la atenta mirada de una policía política, la judicatura del Movimiento y la Administración del Régimen, por no mencionar la tutela del todopoderoso y omnipresente ejército franquista, constituyéndose además en un ejemplo de corta y pega con títulos tan discutibles como el dedicado al trabajo, extraído literalmente de la ley laboral de la dictadura.

Al derecho a la vivienda se unen otros tantos que convierten a la Carta Magna en papel de estraza practicable apenas en un 30%, no alcanzando mucho más allá de una declaración de buenas intenciones lo que debería ser un Estado de derecho.

Antes que una Constituyente chabacana y tendenciosa al estilo del Coletas, el siglo XXI demanda un nuevo  código adaptado a las necesidades del país, desarrollado a partir de la realidad actual y con visión de futuro, proponiendo las enmiendas que satisfagan las exigencias de toda la ciudadanía y asegurando la integridad nacional, desde la libertad, la pluralidad y la participación.

No debe asustarnos el cambio. Lo que en verdad hay que vigilar son los cambalaches, tanto como que la propuesta sea aprobada por plebiscito universal y nunca sólo por un Gobierno. Y puestos a pedir, que la nueva Constitución incluya un capítulo relativo a los políticos para delimitar su mandato, la permanencia en la cosa pública, las puertas giratorias, la deontología, así como la responsabilidad  por los actos u omisiones deliberadamente ejercidos pese a conocer el daño que pudieran ocasionar, porque como dijo el filósofo escita Anacarsis, muchas veces las leyes son como las telarañas: los insectos pequeños quedan atrapados en ella mientras los grandes la rompen.

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