Opinión

La tijera

Avanzando por mar hacia poniente, alejados de la costa segura, llegará un momento en que la nao se precipitará a los abismos, donde la tripulación será devorada por el bestiario del Averno. De este modo se limitaba aún en la Edad Media, no ya la navegación, sino cualquier pretensión de conocer mundo. Ya fuera fruto de la ignorancia o del ejercicio arbitrario del poder, ese límite a la búsqueda de la verdad, fue el mayor escollo a superar para alcanzar toda evolución social.

Es curioso que nada ha cambiado desde aquellos tiempos pretéritos. Apenas los métodos para acotar al respetable. Antes bastaba el anatema público -hoy aplicado con otras mañas, aunque tan zafio como entonces-, para mantener sumisa a la ciudadanía. Blandiendo el látigo y, so amenaza de tormentos eternos, hasta no hace tanto, si mucho medio siglo, el pueblo era religiosamente subyugado a la voluntad impuesta por autoridad a través de los representantes de la divinidad en la tierra. Fracasado el modelo, ahora se lanza como armas arrojadizas pandemias de las que sólo puede librarse quien se someta a los designios de la jerarquía. Pero ni siquiera para acabar con esas enfermedades, sino sólo para recibir el alivio de sus síntomas mediante remedios que generan clientelismo.

Mientras la imposición cobra cuerpo, internet ha supuesto más que una simple revolución informativa, dando lugar al medio más democrático al permitir, del más lato al más humilde,  comunicarse, manifestarse, abrir una convocatoria y, en definitiva, pronunciarse, sin necesidad de pedir permiso y rehuyendo restricciones. Pero ya tardaba mucho y, con motivos aparentemente justificados, distintos colectivos vuelven a la carga para restringir el acceso a la independencia de pensamiento. El último bastión de la libertad de expresión está siendo atacado por todos los frentes.

Quien en esta ocasión invoca la reducción es un colectivo de oncólogos, aduciendo que la información vertida en la red relativa a tratamientos alternativos para el cáncer es engañosa. Seguramente la mayoría de esos remedios no darán el resultado apetecido. Pero, obviando que quien recurre a tales panaceas son los pacientes para quienes el arsenal terapéutico disponible carece de respuesta, la realidad es que dinamitar el derecho de comunicación y difusión no va a mejorar su pronóstico. El monopolio divino -o del Sino-, sobre la vida o la muerte, no se va a trucar porque internautas o dolientes ejerzan su derecho a la libre elección.

Cierto que navegando por distintos portales se pueden encontrar propuestas tan disparatadas -al más puro estilo de la palangana de Camilo José Cela-, de quien pregona las ventajas de hacerse enemas con agua jabonosa para dejar el vientre plano. ¿Hace falta que a alguien en su sano juicio le expliquen que esa práctica es una barbaridad? ¿Cuanto mequetrefe estaría por la labor de succionar por vía anal medio litro de agua y gel con aroma a rosas para lucir talle?

Por alguna razón insondable siempre se echa mano de la tijera. En lugar de conducir a la ciudadanía a la autorrealización, se acorta camino y abarata costes imponiendo normas que reduzcan al mínimo el conocimiento y el pensamiento. Llegados a este punto caben cuestiones esenciales como asumir un tratamiento integral que entienda al paciente como un todo, evitándole que caiga en falacias, ya que es imposible evitar las noticias falsas aún con un ejército de censores. Si tanto preocupa la red, por qué no dinamitar la internet profunda donde se explota sexualmente a mujers y niños, y se trafica con armas, drogas,  órganos o seres humanos. 

Las falacias se conbaten enseñando a separar la paja del grano, sin necisidad de tutela ni limitaciones. Cuanto se precisa es instrucción. Si se aspira a que la verdad prevalezca no se deben escatimar esfuerzos en formar ciudadanos cultos e informados, porque, por encima de la voluntad de ser responsables con nosotros mismos, como dijo Harry Emerson Fosdick, la libertad es siempre peligrosa, pero es lo más seguro que tenemos.

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