Opinión

Mediocridad

Remontándose a la grandeza de España y su papel como nación hegemónica en la historia, se comprende a carta cabal el concepto de decadencia, un adocenamiento invasor que infiltrándose en todos los estratos sociales ha contaminado hasta el último rincón de la cosa pública y el devenir del país, relegando cualquier emprendimiento que exija la menor iniciativa. Basta mirar alrededor para ver cómo la resignación y la indolencia se han instalado en el quehacer y el pensamiento diario, alcanzando a todas las ocupaciones.

Tras la vuelta de rosca de la crisis económica nos hemos convertido en referente turístico, no por mimar esa fuente de ingresos sino lastrados por la inestabilidad política de los tradicionales destinos en el Mediterráneo. Pero antes de realizar la mínima inversión o mejora que convierta en sostenible a esta pujante industria, nos dormimos en los laureles de la desidia confiados en que el propio curso del tiempo salvará nuestras carencias.

Mientras vendemos a diestro y siniestro una hipotética excelencia en I+D+I, adoctrinamos a nuestros estudiantes como a borregos y la Administración reclama, con carácter retroactivo, los subsidios de investigación concedidos a nuestros becarios. Invertimos ingentes recursos en formar a los mejores profesionales para luego condenarlos a la emigración, fórmula homónima como cualquier otra de exilio, dejando en suelo patrio a aquellos dispuestos a hacer las más sangrantes concesiones renunciando a derechos laborales o a parte de su estipendio, celebrando conformistas que cuando menos esta neoesclavitud no exige traslados pero olvidando que, no las prerrogativas de sangre sino los privilegios obtenidos por el mérito del esfuerzo junto los derechos universales, son lo que más nos aleja de las cavernas.

La muestra más demoledora de degeneración se encierra en ofertas electorales como la planteada en su momento por la formación morada. En lugar de enunciar un modelo con las máximas garantías y coberturas socioeconómicas, políticas, jurídicas, educativas, sanitarias, culturales y tecnológicas, cuando el tarado mesiánico de turno propone un salario social universal, ciudadanía y políticos se polarizan pugnando sobre si tal dispendio es o no asumible para el erario, obviando que en realidad ese sueldo no son más que migajas. 

La herencia del ultra catolicismo secular que ha penalizado la riqueza individual tolerando apenas la institucional, se ha constituido en la mejor herramienta para inspirar a los ladrones que hacen trampas para tontos: igualar a todos los ciudadanos no es un logro sino un ejercicio de latrocinio básico. No hay nada más fácil que sugerir —ni siquiera otorgar— una renta básica para desposeer a la mayoría e, imponiendo  una dictadura periodística, eludir la obligación de ofrecer cualquier información ilustrando la sobreabundancia en que nadan las oligarquías, tanto aquellos descendientes de la más rancia tradición como los caciques de nuevo cuño, nacidos por lo general al amparo de la política del mismo estercolero de pobreza en el que pretenden sumir al pueblo.

Pero el agravante llega cuando, empeñando alguien su ánimo en prosperar, nos apresuramos a dinamitarle toda posibilidad de éxito. Lejos de aspirar todos a sobresalir preferimos despeñarlo al ras para igualarlo al resto. Ejemplos abundan en casos como Fernando Alonso al proclamarse campeón del mundo reprochando que nunca había recibido ninguna ayuda, o el vergonzoso recibimiento dispensado al pentacampeón europeo de patinaje José Rodríguez. Esa es la actitud que nos hace anodinos, no siendo de extrañar que nuestros representantes e instituciones sean un fiel reflejo de esa mediocridad. La ruina y el florecimiento descansa en cada uno de nosotros, en la actitud que tomemos, como escribió el novelista Carlos Ruiz Zafón, el futuro no se desea, se merece.

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