Opinión

No es un inocente juego

En la América precolombina estaba prohibido el alcohol a los jóvenes. Sólo a los ancianos se les permitía su consumo, al considerarse que, al no reproducirse ya, exhortaban todo riesgo de degenerar la raza. 

El el siglo XIX el mundo se hace más pequeño que nunca al no quedar ya ni un sólo territorio por descubrir. Las potencias europeas se reparten entonces la explotación comercial del orbe. Gran Bretaña apuesta por un imperio comercial que lo lleva a China en busca de seda, té, porcelana y especias, cansándose pronto de pagar esos suministros con plata al descubrir el opio. Merced a él, los ingleses crean un sistema de economía circular, sentando las bases de las aún hoy vigentes zonas de producción y distribución del estupefaciente. 

De este modo, con el advenimiento del paradigma del imperialismo colonial, Inglaterra ocupa y expolia a la milenaria China. Pero lejos de los cañones y la pólvora, mientras los nacionalistas y patriotas orientales defendían su integridad territorial a capa y espada, los británicos sometieron gracias a la droga -el arma más eficaz y abyecta-, al gigante asiático.

La ruina alcanzó tal magnitud que, después de haber penetrado con el veneno en lo más profundo en todo el país, en una misiva enviada en 1839 a la reina Victoria, el alto funcionario Lin Hse Tsu exhortaba a los británicos a respetar las reglas del comercio internacional, rechazando traficar con sustancias tóxicas y extendiendo por todas partes el vicio.

Un estrago al que España no fue ajena en los años 80 del pasado siglo XX, cuando capos de la droga como Caro Quintero o Pablo Escobar, con insolencia se ofrecieron a financiar la deuda pública española a cambio de dejar el paso expedito de droga por la piel de toro, como puente hacia Europa.

La valoración del daño llevó a las autoridades a endurecer su postura frente a las sustancias ilegales, reconsiderando también el estatus del alcohol. Sin entrar a discutir los beneficios del resveratrol del vino, se prohibió su adquisición a menores y toda publicidad que fomentase su uso.

Pero de un tiempo a esta parte amenaza un mal aún más pernicioso, clasificable de problema de salud pública. Las apuestas online crean anualmente del orden de 500.000 ludópatas, disparando a un ritmo del 50% anual los ciudadanos hipotecados de por vida, cebándose en los que nacieron con la revolución tecnológica, a la sazón el sector más vulnerable. De modo que si la informática ha evolucionado hasta crear un ocio capaz de atrapar al más prudente, sumada a la epidemia de garitos de apuestas, ha desarrollado una servidumbre devastadora.

Los gobiernos deben velar por el bienestar de la ciudadanía. Hoy más que nunca urgen políticos comprometidos y con sentido de Estado, con valentía para cortar de raíz esta calamidad que está poniendo en jaque a la sociedad española. Con entereza para hacer frente a las grandes multinacionales y a las mafias del juego. Es inadmisible, a sabiendas de sus perjuicios, la doble moral que permite la actividad y expansión de las operadoras de apuestas, sólo porque incrementen la recaudación tributaria. A algo habrá que renunciar por el interés general.

Ha llegado el momento crítico en el que el Estado debe poner coto a esta lacra que hace mella en la juventud española -con un drama que afecta cada vez más familias-, marcando restricciones muy definidas a estos tugurios, limitando el importe máximo que se pueda apostar, restringiendo el acceso a su actividad y, por descontado, prohibiendo toda publicidad, a la vez que las grandes figuras del deporte dejen de prestarse a su promoción por el vil metal. Porque la necesidad no tolera tardanzas, y una nación que tolera la corrupción de su juventud acaba siendo un país sin esperanza.

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