Opinión

Noura

Noura Husein Hammad es un simple nombre ignorado. De confirmarse todos los temores y ser enterrada según la costumbre, reposará en el anonimato a ras de tierra, envuelta en un sudario de lino tejido de ignominia. Para desvelar su misterio mientras aún permanece viva, Noura es una joven sudanesa de 19 años, condenada a muerte en 2017 por el asesinato de su marido. Un esposo que no escogió ni conocía, ante el que se desgañitó suplicando que no la violara para consumar su matrimonio.

En cualquier país civilizado su crimen se contemplaría como defensa propia. Pero el código penal de Sudán o sus magistrados -invocando normas antediluvianas- esgrimieron una interpretación torticera de Ley del Talión para condenarla al más cruel de los castigos, la privación de la vida, sin atender a que ella es la verdadera víctima.

La suya es una historia que se repite de norte a sur en el país africano. Por generaciones inmemoriales, las mujeres sudanesas son obligadas a contraer matrimonio a partir de la pubertad. No importa que el pretendiente sea talludito, cuando no decrépito. Basta su voluntad, el dinero y el acuerdo de la familia de ella —sin contar, por supuesto, con su parecer—, para que una niña de 11 años acabe violada hasta la nausea a manos de su esposo y con el beneplácito de autoridades y sociedad. 

Noura fue brutalmente violada por su marido el día de su boda por puro folclore, mientras los primos del agasajado colaboraban en el esperpento inmovilizándola. Después de huir a casa de sus padres fue devuelta a su nuevo propietario —perdón, marido—, para volver a experimentar desde la entraña a flor de piel el peso de la tradición. Ninguneada, olvidada e indefensa, en un nuevo ataque brutal por parte de su consorte, ese al que nunca eligió, intentó zafarse refugiándose esta vez en la cocina, asestándole un tajo fatal con lo primero que encontró a mano cuando intentaba defenderse.

Entregada a la policía por su propio progenitor, Noura fue juzgada por una camada de cafres de cerebro paleolítico, aferrados a la gravedad de una ley acuñada en los anales del tiempo, en tanto a ella le toca sufrir lo que no está escrito. Mientras el verdugo engrasa el nudo de la horca que en el mejor de los casos la desnucará, si antes no alarga aún más su agonía estrangulándola, Noura aguarda desde mayo de  2017 la visita fatal para buscarla en su tránsito hacia el cadalso.

Las ONG's Igualdad Ahora y Amnistía Internacional se esfuerzan por conseguir el perdón. Pura paradoja para quien despreciada hasta por su familia, de obtener el indulto, pasará el resto de su vida encarcelada sin medios de vida en un régimen que no facilita el sustento a los reclusos.

Noura Hussein Hammad quería ser maestra. Un faro de luz para enseñar a otras niñas el valor de las armas más poderosas para alcanzar la igualdad y la libertad: la palabra y la pluma. Pero apenas acabó mostrando al mundo la tragedia de una sociedad troglodita y cavernaria, cuya víctima invariable es la mujer. 

Ante tal barbarie cuesta obviar la voz de Mahatma Gandhi al proclamar que una ley injusta es en sí misma una especie de violencia, y aún más el arresto por su incumplimiento. Con certeza, evocando a Noura, difícil es olvidar, sin sentir una arcada de asco y vergüenza, los versos de Nicolás Guillén: 

Mire la calle. 

¿Cómo puede usted ser

indiferente a ese gran río

de huesos, a ese gran río

de sueños, a ese gran río

de sangre, a ese gran río?

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