Opinión

Oposición constructiva

La legislatura se alarga convocando una y otra vez a Rajoy para dar explicaciones sobre la corrupción y la financiación irregular de los populares sin que los solicitantes se den por satisfechos. A sabiendas de que no les van a contestar lo que les gustaría, sostienen una permanente campaña de desgaste con la intención de derribar al Gobierno, obviando que la investigación está en manos de la Justicia, que ya ingresó en la cárcel a quien considera necesario privar, de manera preventiva, de libertad.

En España existe la desmesurada cifra de 140.000 cargos públicos -Alemania, con el doble de población apenas tiene la cuarta parte-, de los que 68.000 corresponden al PP en tanto los 72.000 restantes son de los demás partidos. De todos ellos hay 1.378 políticos imputados por corrupción, de los que solo 87 están en prisión y 400 han sido inhabilitados o multados. Lo que significa que aun en el caso de que todos fueran de una sola formación, que no es el caso, no representan más que el 0,9% del total de todos los políticos de este país, por lo que conviene perseguir el delito, pero con las cifras en la mano, cuesta aceptar que, lejos de personas en concreto con nombre y apellido bajo seguimiento judicial, sean la totalidad de un partido el que esté corrupto.

A lo largo de la singladura democrática, y muy en particular desde la ascensión estelar del ex juez Baltasar Garzón, la política adolece en este país de una severa judicialización, igual en el Gobierno central que en el más pequeño y remoto ayuntamiento de la geografía nacional.

Así se ha comprobado que, tras cruces de denuncias y haciendo gasto de los recursos del Ministerio de Justicia, un buen número de cargos públicos de las distintas formaciones que conforman la oferta electoral, acaban denunciados por su respectiva oposición, imputados —aunque se le llame investigados—, y finalmente juzgados sin que el veredicto pueda ser otro que el sobreseimiento, no porque sí, sino porque desde un principio no existían motivos para el enjuiciamiento. Alguno se preguntará qué es lo que se consigue entonces con ello. La respuesta es sencilla: acosar, desgastar, derribar y desplazar, sin necesidad de acudir a las urnas. En muchas ocasiones acabando con la carrera de un cargo público que lejos de cometer ningún delito, ha tenido la honestidad de dimitir ante la gravedad de unas acusaciones que luego se revelan falsas.

Así asistimos, por ejemplo, a la obstinada maniobra de Pablo Iglesias para defenestrar a la coalición que en la actualidad gobierna en España, quien a diferencia de acusar con nombre y apellido, es decir, al responsable de la comisión del delito, acusa a toda una coalición negando las más elementales garantías procesales. La pregunta es ¿para qué?, y la respuesta es de lo más dramática: como candidato a la presidencia del Gobierno central, Pablo Iglesias aspira a la secesión de Cataluña y el desmembramiento de España. No se trata aquí de dilucidar la legitimidad o no de las aspiraciones catalanas sino de la responsabilidad y obligaciones que el político y secretario general de la formación morada le debe al Congreso de los Diputados y la lealtad con el resto de la ciudadanía española.

La misión de la oposición es la de controlar al Gobierno, no la de asfixiarlo, colaborar en la tarea de llevar a buen puerto al país, y la de hacer aquellas propuestas que supongan una mejora general, como el excepcional caso del BNG al llevar al Parlamento gallego los problemas ocasionados por la extensión de la avispa asiática, insecto que acosa a la abeja poniendo en jaque, no ya la producción apícola, sino la polinización, comprometiendo a la industria agroalimentria y a la silvicultura.
Para el resto, como se ve, la misión de la oposición apenas consiste en ambicionar el poder, seguro que porque, como dijo el filósofo y escritor francés Voltaire, muy grande debe de ser el placer que proporciona gobernar al ser tantos los que aspiran a ello.

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