Opinión

Quid pro quo

Para quien no ande muy versado en latinajos y latines, la expresión quid pro quo significa literalmente “una cosa por otra”, refiriéndose a la equivocación de tomar a una persona o cosa por otra. Después de todo el maremagno de reacciones desencadenadas, ésta es precisamente la valoración que arroja la celebración del aniversario de la ejecución de Miguel Ángel Blanco.

Uno de los conflictos más notorios fue la oposición frontal de la alcaldesa madrileña a colocar en el balcón del consistorio una pancarta del homenajeado, aduciendo que se trataba de una ofrenda a todas las víctimas del terrorismo e injuriando a los populares con un presunto interés por querer sacar rendimiento a la celebración.

Con certeza el rifirrafe político, alimentado por el descontento de las asociaciones de víctimas del terrorismo personadas, enmascaró la enjundia de lo que en realidad ahí se cocía, la aviesa estrategia diseñada para diluir el recordatorio de alguien con nombre propio. El alegato de Carmena obvió que Miguel Ángel Blanco no es el único, sino uno más de las muchos mártires de la democracia asesinados por la organización ETA vinculados al Partido Popular y a su precursora Alianza Popular. Pretender mostrar el aniversario como una efemérides en donde la formación política pudiera capitalizar mayor rédito constituye un agravio a todos los demócratas, conscientes de que la actividad terrorista en el país nunca fue un ataque a un partido político —como pretende vender la primera edil madrileña—, sino una agresión contra todos los ciudadanos, las instituciones democráticas, el derecho, la libertad y la paz.

Alguno podría inferir de este razonamiento que existen muertos más relevantes que otros. Nada más lejos de la realidad, todos los secuestrados, torturados, heridos, asesinados y sus familias merecen idéntico tributo a su sufrimiento. Por eso ya en legislaturas anteriores se fijó el 27 de junio como el Día de las Víctimas del Terrorismo, fecha en la que se honra su memoria, reconociéndosele su sacrificio por el país. Pero la onomástica objeto de disputa no fue el 27 de junio sino el 13 de julio, ocasión de la muerte de Miguel Ángel Blanco y no del resto de caídos.

La pregunta lógica es qué hace tan singular a este interfecto para rememorarlo aparte, y la respuesta siempre estuvo en la calle.

Con la repulsa global de los españoles, el asesinato de Miguel Ángel Blanco fue el detonante para que por primera vez la mayoría de la población vasca tomara la calle abarrotándola, dejando de ser rehén del miedo, del ultranacionalismo radical independentista y del terrorismo en todas sus manifestaciones: desde el brazo ejecutor armado de ETA, pasando por la delincuencia callejera perpetrada por la kale borroka —militantes y simpatizantes de la izquierda abertzale—, o la amenaza de los verdugos y amigos, velados por el anonimato de su pertenencia al entorno violento.
Miguel Ángel Blanco se convirtió en un nuevo paradigma, la gota que colmó el vaso, el mártir que  sacudiendo las conciencias, enfrentó el temor y la ley del silencio, poniendo en pie a Euskadi contra el terror, constituyéndose en una invocación a la libertad y contra la opresión criminal. Por eso Blanco es un icono, el símbolo de aquellos que aspiran a una convivencia en paz.

Para quien albergara dudas esto lo explica todo, estableciendo que ante el terrorismo no hay doble rasero sino una línea bien definida porque, como dijo la diplomática y activista pro derechos humanos Eleanor Roosevelt, no basta con hablar de paz, uno debe creer en  ella y trabajar para conseguirla.

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