Opinión

Por quién doblan las campanas

Una vez más, pasándose para variar por el forro el derecho internacional, Estados Unidos se ha proclamado unilateralmente el policía del barrio, arrastrando consigo a sus amigos franceses e ingleses, llevando a cabo una nueva y prohibida intervención en Siria. En contra de las resoluciones de Naciones Unidas, el gigante americano se ha apresurado a vaciar de sus almacenes el resto del stock  para que la industria bélica local pueda mejorar su balanza de pagos mientras los accionistas se froten las manos.

La situación es clara: ante la pasividad de los gobiernos de otros países que incluso lo justifican —como el caso del presidido por el futuro marqués de Miro Cómo Llueve, merced que ostentará por sus muchas andanzas Rajoy, como es tradición entre ex presidentes—, la fuerza aliada anglo-franco-americana bombardeó nuevamente Siria para aliviar a su población por el castigo constante que recibe cuando es bombardeada.

Una paradoja que recuerda que en igual medida y salvando las distancias, el país más duramente castigado durante la II Guerra Mundial no fue Alemania sino Holanda, que al final de la contienda quedó por completo devastada y reducida a cenizas, irónicamente bajo el alegato del Mando Aliado de que se hacía para evitar el abastecimiento germano.

El país de los tulipanes quedó sepultado bajo millones de toneladas de bombas, de un fuego artillero que lo llevó a la destrucción total, en tanto la industria bélica estadounidense florecía con un desarrollo que nunca paró de medrar.

Una realidad paralela que permite hacer un análisis más pormenorizado del conflicto que azota al país sirio, mientras el fuego de artillería destroza zocos, hospitales, colegios, viviendas y calles donde viven los civiles a los que supuestamente van a defender, empujándolos al hambre, a la fosa anónima o al exilio. La oportuna lectura entre líneas aclara muchas cosas.

Primero la negativa de Turquía a facilitar en 2011 a Estados Unidos un corredor para transitar a Irak, propiciando la invasión de Afganistán bajo el pretexto de unos atentados del 11S que, a la luz de la historia y a toro pasado, suscita la sospecha de que la teoría conspiranoica no andaba tan descaminada al afirmar que el ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono fue una maniobra interior antes que de un enemigo externo, buscando la absolución de la comunidad internacional para intervenir el petróleo de Oriente Medio. 

Con Irak abandonado a su suerte y ocupado en su propia miseria tras la acción “salvadora” de la Fuerza Internacional, Venezuela sumida en una profunda crisis que le impide explotar la mayor reserva mundial de crudo y Siria fuera de juego, Estados Unidos ejerce un férreo control sobre el mercado energético sin que nadie proteste por el precio del combustible

Basta que el tarado mesiánico de turno remate la más absurda arenga con el epílogo invocatorio “y que Dios bendiga a América”, para que la mayoría de los estadounidenses se cuadren, acepten de manera absolutamente acrítica y traguen con la rueda de molino de la mayor barbaridad sin que ni un sólo pelo del tupé de Trump se resienta a la tempestad del más colérico discurso.

¿De verdad alguien cree que a pepinazo limpio se va a saldar un conflicto crónico, que la  guerra, el hambre, la enfermedad y la muerte — esos cuatro pilares donde se asienta la economía de mercado— no han conseguido liquidar? A poco que cualquiera se aventure a conjeturar dilucida que ni siquiera la vía diplomática irá más allá del balón de oxígeno para luego redoblar la crueldad de la partida: Siria es el laboratorio en el que las Potencias Mundiales experimentan sus disputas y donde lo que de verdad se dirime es la nación que en las próximas décadas liderará la hegemonía mundial.

Esa realidad explica sin dobleces lo que las víctimas de la conflagración les importa al resto del silencioso y expectante mundo: nada, porque como dijo el periodista y novelista Chuck Palahniuk, para justificar cualquier crimen sólo tienes que convertir a la víctima en tu enemigo.

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