Opinión

Reflexión

Para que quede claro: cuando un candidato toma posesión se convierte en un cargo público al servicio de todos. No sólo de los que lo votaron —algo difícil de deducir considerando que el voto es secreto—, sino también de los que depositaron su confianza en otros aspirantes.

De ahí que la lealtad de un político no debe estar con su partido sino para con el conjunto de la ciudadanía. Quien no entiende esto acaba utilizando los recursos públicos para beneficiar a unas siglas o a quines detentan el carné de la formación política.

La obligación del ganador es legislar en favor de todos y la de la oposición la de ayudarle en tal empeño, así como la de velar por la limpieza de su gestión, algo muy alejado de cortarle la hierba bajo los pies.

Tumbar una propuesta de mejora general sólo por nacer del contrario, obviando evaluar su bondad y pertinencia, no es prestar un servicio a la la causa global sino dinamitar la posibilidad de que una sociedad evolucione dentro de un marco plural y positivo.

No deja de sorprender el concepto de de servicio a la nación de la que algunos alardean. Resulta cuando menos confuso esa versión del doctor Jekyll y míster Hyde, o la versión del gemelo bueno Vs gemelo borde, que plantea el PP nada más abandonar la presidencia el Gobierno central. Porque si se partió el pecho para aprobar los Presupuestos Generales del Estado, todo el mundo debe de dar por sentado que lo hizo por el beneficio general y que, por lo tanto, eran buenos. Igual cabe evaluar el pacto con el PNV para aprobarlos, de modo que si la formación azul llegó a un acuerdo con el grupo nacionalista, se debe dilucidar que era un acuerdo oportuno y provechoso para el conjunto del  País. Lo que de verdad cuesta entender es por qué el mismo día en que el partido de la gaviota se descolgó del Ejecutivo, de pronto está dispuesto a enzarzarse en la incongruente paradoja de presentar enmiendas a su propio proyecto económico.

Pero si esta actitud puede ser cuestionable, hay que reconocer que el flamante Presidente está en el limbo, sin dejar claro si la formación de su Gobierno obedece a alguna forma de excentricidad o simple afán de asombrar al respetable. No ya por lo variado de su composición o el incremento de ministerios entre los que destacan alguno que, más que institución, se constituye en incógnita, como es el caso del Ministerio de Transición Ecológica.

Lo verdaderamente grave de este nuevo Ejecutivo no está en que ya haya quien ya hace apuestas sobre sin es o no un circo, sino si tiene posibilidades objetivas de lograr algo que vaya más allá del gasto de cambiar los membretes de la documentación oficial —que no deja de ser un pasta malgastada—, porque el número de escaños augura un corto futuro.

Ni qué decir ya de la formación morada, que luego de no oler ni de lejos un escaño azul, se hace de cruces con el número de votos que el socialista dispone en La Moncloa, amenazando con arrodillarlo cada vez que busque aprobar algo, aunque apenas sea la subida del precio de la infusión en la cafetería del Congreso.  De los demás, muchos o pocos, más bien pocos pero de voto tan disputado con el del señor don Cayo, no cabe duda que cada cual anda a lo suyo.

Llegados a este punto cuesta diferenciar el ejercicio responsable del revanchismo, porque el en fondo no subyace tanto la cuestión del “no es no”, como que si con 137 escaños el PP no pudo ir más allá, a dónde pretende llegar Sánchez con 85.

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