Opinión

Superávit

Resulta por definición el superávit en la Administración pública el exceso de los ingresos sobre los gastos, mientras el impuesto es, por su parte, el tributo que se exige en función de la capacidad económica de los obligados a su pago. Así la Administración, apoyada por toda la fuerza de su rodillo, exige de manera obligatoria al parroquiano distintas aportaciones, bajo el argumento de que la recaudación tiene por objeto la financiación de la cosa pública, el sostenimiento del patrimonio común y la prestación de servicios al ciudadano.

Tal es así que el Estado llegó a diseñar la más compleja maraña de conceptos por los que se abonan impuestos. Desde el impuesto a la gestión de purines que cada ganadero abona por las flatulencias de sus vacas, el canon eólico o impuesto por el viento que pagan los parques de aerogeneradores —léase el parroquiano o usuario final, y si no, consulte detenidamente su recibo de la luz—, o el impuesto al sol a los propietario de paneles solares. Ni el infante recién nacido evita el impuesto a los pañales, ni el anciano fenecido al que, muerto y sepultado, aún le detractan del ataúd, las flores y el nicho.

Recuerda así el historiador francés del siglo XIII Bernat Desclot el paralelismo entre tributar y defecar: de cagar nadie se escapa; caga el rey y caga el papa, caga el buey y caga la vaca, caga el rico, el pobre, y hasta la mujer más guapa. Aunque de los negocios de tributar parece que sí hay quien se escaquea, porque como bien sostiene el saber popular, el día que la caca valga plata, el pobre nacerá sin culo. Tan exhaustiva escatología ilustra sobre el hecho de que hay que abonar para que las cosas prosperen, pero en materia tributaria habría que exigir a los gobernantes que justifiquen la hipotética necesidad de cobrar gravámenes.

Andan de un tiempo a esta parte a la gresca ayuntamientos y Montoro por meter mano a los dineros hábilmente sisados en los presupuestos y guardados en el cajón, sin que hayan repercutido en el menor beneficio a los ciudadanos, de donde lo escandaloso no es que para usarlos, los alcaldes  necesiten el permiso del titular de hacienda, sino de las administraciones locales tengan inmovilizado un dinero, supuestamente incluido en partidas presupuestarias, que nunca se gastaron en aquello para lo que fue presupuestado.

Como vuelta de rosca, los gobiernos locales comienzan a hacer públicas sus cuentas de resultados, evidenciando unas cifras que, más que sorprendentes, son demoledoras. El maltrecho consistorio valenciano acumuló el año pasado un excedente de más de 62.000.000€ que no se invirtieron en nada. Sevilla 50, Zaragoza 43, Valladolid 22, Vigo 12 millones más los 100 de años anteriores y 1.120 Madrid. La duda que planea de inmediato es, si la mitad de las calles de la capital de España están sin barrer porque la alcaldesa se ha empeñado en ahorrar costes, que sentido tiene que ahora sobren más de mil millones de euros.  Del conjunto de concejos gallegos aún falta saber el total de 2017, que se cree superará los 500 millones de 2016, calculando la Federación Española de Municipios que el total para todo el país es de unos 5.000 millones que las entidades locales no gastaron el año pasado.  no se queda corta en esa cuenta, 

¿Como es posible que sobren fondos cuando hay calles con socavones, aceras impracticables, jardines selváticos, obras de infraestructura y/o mantenimiento sin acometer, servicios deficitarios y prestaciones sociales denegadas argumentado falta de recursos? Más aún considerando que, pese a que los políticos vivan convencidos de que lo estatal es de su propiedad, lejos de acapararse, ese dinero es para responder a las necesidades municipales, es decir, de los electores.

Y es que abundando en lo dicho por el historiador, escritor y profesor inglés del siglo XX Tony Judt: el servicio público tiene la obligación de proporcionar ciertos tipos de bienes y servicios por el simple hecho de que son de interés público. 

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