Opinión

Vino

Aquién le amarga un dulce? ¿Quién no estaría satisfecho con los logros que un pueblo disfruta como comunidad tras una larga y fructífera inversión?

Cualquiera que ya haya trascendido a la cincuentena y que tenga unos vínculos mínimos con el rural puede evocar la bica mantecada, el gusto de la nata retirada entre ojuelos oleosos con la espumadera del calienta leches, el sabor de la leche de vaca que hasta no hace tanto traían las lecheras a diario a las ciudades y villas, el paladar del chorizo casero, ahumado y conservado entre salvado dentro de una artesa; el aroma aterciopelado de las uvas o el regusto a vino recién salido del barril.

Basta mirar atrás para recordar las sopas de burro cansado en el desayuno, la copita de Sansón, Santa Catalina o Quinito para aguantar las exigencias del trabajo, cuando no de licor de hierbas, un ponche de tostado con yema de huevo batida o pan empapado en aguardiente con azúcar espolvoreado, que todos se aprestaban para iniciar la jornada.

Pero puestos a hacer memoria muchos recordarán con alegría la vendimia, un momento dorado en el que el sol calentaba el día dejando dormir una noche que en el mes de julio se hacía ficción. Observando el vuelo de las aves o consultado el Calendario del Zaragozano, el que más y el que menos aguardaba la primera lluvia de Septiembre para que engordara la uva, y madura o no, se lanzaba a cosecharla antes de que un segundo aguacero la reventara.

Así llegaba el fruto al lagar, medio ácido las más que las veces por no haber dado tiempo a que los ácidos dieran lugar a azúcares que incrementaran el alcohol y la calidad de los caldos. Y los vagos, los eternos vagos, aquellas uvas pequeñas y podridas que caían del racimo al manipularlo, condenados a ser recogidos en cubos por los niños para engordar la fermentación. El resultado era en la mayoría de las ocasiones un vino ácido, flojo y que llegados a marzo parecía aguachirle.

Pero llegados los primeros años de la década de los 80 todo cambió. El zinc, la hojalata, la madera y el cobre fueron repentinamente sustituidos por el plástico. Los zoqueros y afiladores dejaron de pasar por las aldeas de camino a las ferias y Galicia experimentó un inusitado impulso que la catapultó al futuro.

En estos confusos tiempos parece dominar la idea de que más vale meter a los hijos a canteranos de un equipo de fútbol o tenis, en las juventudes de cualquier partido, o enviarlos directamente a alguna Operación Triunfo para que en el escaso lapso de tres meses el nene salga poco menos que sabio o licenciado en la materia, asegurándose un porvenir glorioso y abundante, prejuzgando que el afán junto al sacrificio carecen de utilidad.

No obstante, bueno es contemplar que los grandes valores requieren de grandes esfuerzos y que nada que mucho valga con poco se consigue. Por eso merece la pena congratularse en la buena idea surgida en 1985 para crear la Estación de Viticultura e Enoloxía de Galicia, la EVEGA, que supuso un hito en la calidad y proyección de nuestros vinos y subproductos, como también resulta de ley agradecer la actual dirección del organismo a cargo de D. Juan Manuel Casares Gándara quien, cual hormiguilla laboriosa, sin prisa pero sin pausa, ha sido el artífice de la I Semana Vitivinícola de Galicia, un gran evento cargado de actividades técnicas y divulgativas en el que ponencias, catas y muestras han realzado el valor de uno de los productos estrella de la agricultura e industria gallega: el vino. Dese luego hay días en el que podemos sentir con  orgullo los logros de nuestros paisanos, no ya porque en el fondo también son nuestros, sino porque mantienen viva la raíz que nos sujeta a nuestra tierra e historia. Esperando la convocatoria del año próximo, felicitaciones.

Te puede interesar