Opinión

Y lloraré por ti

Con el desánimo escrito en la mirada y el alma entristecida, nos apuramos a hurgar unas monedillas en el bolsillo para acallar nuestra conciencia, sacudida por la vicisitud de las víctimas del terremoto del Nepal. Pocas esperanzas quedan de algún rescate inesperado, en un país con una renta per cápita de unos 540 euros y unos medios a la zaga, donde lo que no está claro es qué suerte correrán los supervivientes cuyas secuelas no les permitan reintegrarse en el mercado laboral, condenados a una penuria aún mayor que la experimentada hasta ahora.


Organizamos grandes galas para recaudar fondos a golpe de sms, o bailamos sobre su desgracia como el Live Aid de 1985 para ayudar a Etiopía y Somalia, intentando paliar lo que entonces se denominó como “el infierno de la Tierra”, a raíz de la escasez de agua y alimentos. Aquel macroconcierto llegó a recaudar 100 millones de dólares de aquellos tiempos, de los que más de una ONG ha criticado que el destino dado por Adis Abeba fue el traslado, a instancias del ejecutivo abisinio, de miles de personas al suroeste del estado para hacer una limpieza étnica.


Pero no son éstos los primeros ni los únicos damnificados, así a bote pronto cabe recordar el terremoto de Haití, donde los escombros se convirtieron en una monumental fosa común que acogió más de doscientos mil cadáveres, para los que no se buscó otra sepultura. Un sufrimiento escuetamente aliviado por una ayuda internacional, tan urgente e inmediata como efímera. Puerto Príncipe vive igual, sin infraestructuras aceptables y sin que su horizonte haya mejorado sustancialmente. Pero claro, el país caribeño carece de minerales preciosos o de petróleo, de hecho sufre una brutal deforestación al ser la madera su único combustible, pese a gozar de un buen sol que permitiría la explotación de energía fotovoltaica. Su única riqueza son sus pobladores, a lo que se ve, tampoco demasiado valiosos hasta que se produzca otro desastre cuya magnitud grite más que su pobreza silenciosa.


Esta es la estampa cotidiana de la intervención occidental, enviamos bomberos, sanitarios junto a personal de Protección Civil y de lo más variado. Nos quedamos alrededor de una semana, para desistir después, dejando atrás tanta escasez como la que había a la llegada. Nos presentamos como una tromba de aire exhibiendo una tecnología y unos medios que en los días de su vida volverán a ver, saboreando el regusto amargo de divisar a lo lejos el paraíso del mundo industrializado, para dejarlos luego sumergidos nuevamente en su indigencia, sin volver a mover un dedo por dulcificarla. Hace tiempo que a la hora de la cena, en la televisión se ha sustituido al niño famélico agonizante que urge necesidades básicas en el Cuerno de África, desplazado por un anuncio de compresas o una pomada contra la vaginitis candidósica, sin duda un revulsivo más intenso, al manos hasta que volvamos a hacer callo.

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