Opinión

Mis relatos salvajes

El de arriba sin posesivo es el título de una película en reciente cartelera, pero bien podría hacerlo suyo cualquiera que filmara su propia biografía en algún momento dado, evidentemente momento malo, y con motivo de idéntica tesitura como la que desencadena la acción de los protagonistas del celuloide. Difícilmente insuperable la imaginación del guionista de estos relatos, argentinos pero universales como propios sentimientos puramente humanos, sea en la Pampa sea en nuestro terruño; difícilmente insuperable, decía, pero no imposible, al menos para ese instante crucial que siente cada uno cuando se le cruzan los cables de su propia película vital, no en vano asistimos día sí y día también a hechos truculentos y mortales que comienzan en simple nadería. Paradójicamente, el drama cuando está matizado por el filtro de la pantalla cinematográfica y se convierte en espectáculo nos hace pasar un buen rato, e incluso divertido. Cuando el drama, además, se refiere a una experiencia mundana y cotidiana que nos castiga desde una perspectiva social kafkiana,mala y equivocada,y vemos como le atiza un homónimo nuestro, despierta algo dentro de nosotros que se carcajea, es el sentimiento que clama venganza.

En la película Relatos Salvajes, cuando el tipo al que le lleva la grúa municipal su coche injustamente y que trata de obtener en penoso peregrinaje por distintas oficinas administrativas una respuesta lógica sin siquiera conseguir una sonrisa compasiva, estalla de indignación haciendo explotar una bomba en el aparcamiento municipal, a todos los espectadores nos estalla también, pero de alegría, porque esa bomba es un poco nuestra, la de todos los sumisos ciudadanos que padecimos alguna vez directamente una normativa injusta pero adecuada a espurios intereses recaudatorios. Todos nos hemos sentido alguna vez Capitán Bombita, pero sin llegar a favorecer tal desenlace peliculero, entre otras cosas porque uno no es ingeniero especialista en derribos y demoliciones con explosivos. Y es que su indignación es la misma de cualquier conductor al que le retiran de la vía pública su coche por aparcar indebidamente según puñetera norma municipal y a pe- sar de que no obstaculice para nada el tráfico ni suponga peligro alguno para nadie. Aquí siente uno deseos de ¡venganza!, sentimiento al que me refería anteriormente, al sentirnos atracados por un poder supra humano que se relaciona con la mangancia general de los tiempos. Porque es la ley municipal que ordena estos aparcamientos la que impone su balanza trucada con un plato lleno de natural despiste humano pero tratado a su favor como grave delito, un despiste que cuesta casi doscientos dolorosos euros.

A este relato de la grúa, exagerado pero comprendido desde la empatía que da haber sufrido mismo atraco, le sigue otro que esta semana también advertí aproximado por circunstancia real y propia. Porque a primera hora de la mañana cruzaba yo indebidamente una calle como peatón al tiempo que ‘también indebidamente’ cruzaba en ella otro ciudadano pero como conductor; los dos mal y equivocados pero los dos queriendo imponer en el encuentro-desencuentro nuestra razón al otro, primeramente retándonos con nuestras miradas legañosas y después con palabras nada amistosas. Afortunadamente no pasamos a mayores, ni siquiera verbalmente pues no hubo insultos, pero bien pudiera haberlo habido de ser alguno de los dos más bobo. Pensé después en el absurdo de las malas miradas innecesarias, y recordé el relato salvaje de los dos conductores que se encuentran en un camino equivocado y se enzarzan con el primer gesto sin importancia en una discusión efecto mariposa que los llena de violencia y sinrazón hasta la última consecuencia. ¡Vaya par de gilipollas! Y por si acaso tuviera que referirme a otros relatos salvajes desde la experiencia propia, menos mal que no tuve boda social ni atropello mortal.

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