Opinión

Nostalgia, pero 
no tan cachonda

Un domingo pasado escribí sobre cierta nostalgia cachonda que te trae las migas de la memoria que en su día fuiste tirando por el camino para que pudieras volver a casa siempre, es decir, a tu esencia. Éstas son como migas blancas que hemos colocado para alumbrarnos en la noche oscura que nos confunde. Pero también hay migas negras que nos coloca la vida e indican posteriormente donde no desviarnos. En cualquier caso, migas blancas o negras, siempre migas, de nostalgia, como ‘tripis’ naturales de la edad cuya alucinación es darse cuenta de lo que hubo y hay; superior alucinación, y tan real como la vida misma.

Yo, de pequeño, solo quería ser futbolista. No pensar. Me gustaba mucho darle a la pelota, tirar hacia adelante hasta conseguir meter gol en la portería del contrario. Tanto me gustaba ganar que me dejaba todo lo que tenía, y llegaba incluso a las lágrimas cuando perdía. Yo quería ser futbolista por sentir al golpear el balón un bálsamo de tranquilidad; me encantaba patear los miedos a monstruos que se despertaban conmigo en la noche cuando no dormía y no había luz en la habitación, de ahí que siempre tuviera una lamparita encendida como angelito de la guarda que los espantara. Yo quería ser futbolista y no pude ser, sin entrar en más detalles que puntual ausencia de un campo de fútbol y la permanente sobrada atracción hacia el juego mixto. Pero hoy no toca retrotraerse tanto, hoy quería remontarme a otra nostalgia paralela a la del artículo anterior, pero no cachonda; nostalgia que evoco con afecto pese a algo triste, pero que puedo revivir sin dolor ni problema alguno. Trata fundamentalmente de aquellos mismos años en que contextualizaba mi nostalgia anterior, la cachonda, y de las relaciones de la gente que vivíamos juntos de jóvenes, alguno que otro más despistado que un mono en un garaje, o perfecto iluso cuando no idiota al dejar tomar a tus ‘colegas’ tu piso por la cara y, además como propina, al irse, mangándote algo.

Todo ese ‘colegueo’ impuesto por pura moda me valió un instante de acojono cuando uno de estos indecentes abusones del sueño imberbe de cualquier chaval kerouakiano, ‘en el camino’, escondió en mi coche una china de hachís al toparnos de bruces en la noche madrileña con un control de policía montado como consecuencia de un atentado terrorista del día. Con el acojono de poder ser detenido vino la luz de la lamparita, lucidez que me quitó pendiente, cinta del pelo e hizo que tirase la última china mía por la taza del wáter, a juntar ‘la mierda’ o ‘chocolate’ con la mierda de demasiada hipocresía y maldad observada en tanto apóstol de la movida. Al querer ser enrollado había sido un perfecto imbécil, por creer que lo mío era de todos, cuando lo de ninguno era mío. Nostalgia de tiempos de Rastro y Cubanito (sí, el de Ourense), de saxo improvisado con notas y ritmo que levantaban el ánimo en cualquier esquina, un dar y tomar por un mundo feliz de Huxley, porque mientras había excusa para estudiar a costa del padre currante se vivía en la mayor libertad posible como pájaro trinando ¡Joder, era tiempo para soñar que la felicidad podía alcanzarse! Pero cuánto más subidón más dura la caída, así que esos pequeños robos, el mal reparto de porros, o un darse cuenta del malvivir que resulta hacerlo a costa del padre, fueron peldaños retirados en la escalera hacia arriba en que creía se podía vivir.

Así, depresión, depresión y más depresión, como consecuencia de tanto engaño y falta de orientación, de confusos afectos, dimes y diretes que te forzaban sin quererlo a cosas que en el fondo nunca deseaste. Mucho vicio y pocas nueces. Y entonces...; entonces ves las miguitas, y a casa, mi casa, E.T., la esencia del ser.

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