Opinión

Blas de Lezo pie en tierra

Banderas españolas al viento en la Plaza de Colón de Madrid el domingo reavivaron al mismísimo almirante olvidado y reproducido en una de las esculturas que ponen marco al monumento central dedicado al descubridor de América. En ese punto neurálgico de la capital de España gritos de vivas y tonadas del Himno Nacional obligaron a que nuestro protagonista abriese ojo derecho para avistar el despliegue terrestre que se exhibía ante él. Visión como de catalejo en mano, oteó el panorama, y no se trataba de operación anfibia, como su recuerdo insistía tras toda una vida dedicada al mar. La emboscada era de infantería, un asalto masivo por Norte, Sur, Este y Oeste sin el factor de oscuridad por medio y en pleno descanso dominical.

En el cielo de la explanada no había balas de cañón, como la que le había destrozado la pierna izquierda en el combate naval de Vélez Málaga, y que tuvo que ser amputada por debajo de la rodilla por mucho que sus diecisiete años clamasen decisión menos drástica. Y se lo habían hecho sin anestesia. Una esquirla en Tolón se encargó del ojo hoy cerrado y del antebrazo derecho, ¡qué decir!, se había quedado lisiado por un balazo de mosquete en otro de los muchos combates navales que libró a lo largo de su vida. No, esta no era batalla campal.
En vez de munición por el aire llegaban mensajes.

No había franceses, ni ingleses y tampoco podía hablar de la Guerra de Sucesión y de su rey Felipe quinto, a quien rechazó el ofrecimiento de ser asistente de cámara. Todo su historial no servía de mucho porque no podía reforzar las defensas de la plaza, llamar a los oficiales navales o hacer una declaración de guerra ante las velas del enemigo. No procedía desembarcar con morteros y más bien pensaba poner bandera blanca en la Bahía de las Ánimas y cerrar las bocas del puerto porque ya otros se encargarían de columnas y arqueros.

La estrategia pedía conseguir un desenlace de paz, nada de salida de bayoneta, desbandada de tropas, cortar amarras o dejar al pairo la situación. Había que proponer una defensa con conocimiento y coraje y a él, hombre de épica en veintidós batallas sin arrodillarse ante nadie, lo que tenía delante le superaba. Hoy, soterrado por los cronistas, el marino vasco de Pasajes se había tirado a la mar de guarda marina con el conde de Toulouse. Definitivamente el domingo estaba lejos de su bautismo de fuego y lo que había en la Plaza de Colón no hablaba de cruce de balas pero sí tenía tintes de limpiar piratas, corsarios y filibusteros. Aun sabiendo de su presencia no le huyeron y pensó que estaba en 1730 regresando a España como General del Mar. Honró a la bandera con golpes certeros en puerto natural y sin temor al enemigo y fue entonces cuando Blas de Lezo, tomando realidad de estar fuera de época sonrió. El recuerdo de pasados refuerzos le hicieron hincar su pata en posición de descanso y con derecho de asiento miró al horizonte.

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