Opinión

Mandarín

Hace no mucho tiempo una anciana se me acercó en Pontevedra. Parecía una mujer muy dulce. Podría tener ochenta años, aunque caminaba con salero. Mírelos, me dijo señalando un bazar chino, toda la vida pidiendo para ellos con nuestras huchas de la iglesia y claro… ahora han montado estos magníficos negocios. Sonreí pero no supe muy bien qué decir.

Mientras caminaba, después, la avenida de Martitegui y más tarde Marescot, pensé en aquellas huchas del Domund. Si aún encuentras alguna ponla en la mejor dependencia de tu casa. Tendrás el recuerdo de un tiempo en el que creíamos que el mundo era así de chulo: la gente de piel oscura eran negros, pero negro azabache y mostraban ojos asustados porque seguro, pensábamos los chicos, que se habían cruzado con panteras, hienas, leopardos o elefantes… Los chinos llevaban un plato picudo y su piel era amarilla. Vamos, amarilla de verdad y una trenza por la que, al morirse, les cogían los ángeles para subirlos al cielo. Y los pieles rojas, pues eso, tenían la piel colorada. Y así, con ese mundo tan bien organizado, íbamos pidiendo por las puertas, por los bares, por las calles y la gente buscaba la rajita y nos metía 10 céntimos plateados o dos pesetas rubias. Nos llamaba la atención que no había huchas de blancos. Los blancos éramos nosotros. ¡Qué suerte! Nosotros éramos los ricos del mundo y ellos los pobres. Además, en las películas siempre ganábamos nosotros. Extrañamente, un tal Machín, en la radio Francis de mi abuela pedía que le pintasen angelitos negros. 
Y nos pusimos a crecer y el colmo fue habernos enterado de que los chinitos, como les llamábamos, habían descubierto antes que nosotros la seda, la pólvora, la porcelana, la imprenta, o la brújula.Luego crecimos más, claro, y conocimos en la universidad una chica de piel suave y oscura. Era negra y no

tenía ojos asustados sino preciosos. Y cuando nos miraba desde aquellas pestañitas se nos erizaba el corazón. Y hubiésemos dado un “yo qué sé” por poder invitarla a una Mirinda.

Y tuvimos dos amigos Native American y nos vacilaban de mala manera jugando mejor que nosotros al rugby y siendo muy respetuosos con las reglas… Y no eran cobrizos.

Descubrimos, por entonces, en el American Journal of American Genetics, que el 12 % de nuestro componente genético era también africano. Nos quedamos desconcertados y al soñar, en aquellos pisos baratos de Santiago, puede que por un exceso de bocatas de calamares, o por la suspensión en el aire de pequeñas partículas de algún humo no recomendable, se nos aparecían huchas de barro, de colores, girando sobre nuestras cabezas. Y nos pasábamos, de nuevo, la noche haciendo colectas.
Me gustaría mucho preguntarle ahora a la señora de Pontevedra si estaba quedándose conmigo o si por el contrario, suponía como nosotros mismos, que la humanidad somos nosotros, los extraordinarios, los espléndidos, los geniales, los equivocados hombres blancos.
Desde una escuela infantil se oye el viejo cantar: capuchino, mandarín…
Por cierto, he de dejarles, porque me voy a un curso sobre el superordenador Tiane-2. Voy aquí mismo al chino de al lado.
 ¡Zài Jiàn! Mandarín… rin… rin

Te puede interesar