Opinión

Los árboles no mueren de pie, al menos en el Retiro

No es por llevarle la contraria al autor de la famosa obra de teatro, ”Los árboles mueren de pié” de Alejandro Casona, pero desgraciadamente acabamos de comprobar en el parque del Retiro madrileño, cómo los árboles también pueden morir de la misma forma que lo hace un fusilado contra un paredón; cayéndose a plomo contra el suelo, plaf, llevándose por delante en este caso, la vida de un niño de ocho años que paseaba tranquilamente con su patinete por el parque en una ventosa y húmeda mañana de primavera. 

Vaya por delante que no pretendo frivolizar lo más mínimo con este dramático suceso, el más triste que pueda darse, y acompaño en las penas a sus seres queridos, pero no puedo evitar relacionarlo con nuestros sentimientos de impotencia y perplejidad ante semejantes acontecimientos producidos por la naturaleza en los que no podemos hacer otra cosa que lamentarnos profundamente y solidarizarnos con los tristemente afectados. 

No hablemos de justicias, destinos, maldiciones ni sentencias; hablemos de conformidad y resignación con lo que nos toque en cada uno de esos días que tenemos asignados y enumerados en nuestro camino por esta vida de misterios, penas, alegrías, sacrificios, miserias, intrigas y desafíos; hablemos de amistad, amor , ayuda, compasión y entendimiento, es lo único que podemos hacer para tratar de compensar tanta tragedia.

Los humanos descubrimos muy pronto que las bases que cimentaban nuestro mundo no estaban al alcance de nuestras entendederas, por eso nos pusimos a rezar enseguida a los dioses, chamanes, videntes y profetas de las miles de religiones y creencias que nos fuimos inventando a lo largo y ancho de nuestro planeta Tierra, (porque para mucha gente solo vale lo nuestro y lo demás no cuenta, como si no existieran) tratando de obtener alguna respuesta ante tanto desconsuelo mediante rituales, ofrendas, liturgias, sacrificios, rezos, romerías o procesiones, esperando remedios, alivios, curaciones o milagros para nuestras desventuras.

Según dijeron los técnicos del Ayuntamiento, este árbol asesino (porque fue con premeditación, esperando pacientemente a caerse en ese preciso instante) tenía cincuenta y tres años; sé que este calificativo no es el adecuado para un árbol, signo de vida por excelencia, pero la realidad es que éste, que el ayuntamiento tenía perfectamente controlado y registrado, nunca había dado síntomas de haberse radicalizado en conductas criminales porque, de haberlas dado, lo habrían talado sin contemplaciones. Este árbol se comportó como esos lobos solitarios que aparentemente hacen una vida normal entre sus vecinos pero que un mal día, en nombre de su dios o de su paranoia, se ponen a matar gente y en muchos casos, mueren matando. Nunca sabremos en nombre de quien hace los estragos la madre naturaleza, tampoco se nos ocurre pedirle cuentas ni mucho menos aplicarle un castigo, pero tendremos que reconocer que, al menos desde el sentido de justicia humano, acciones como ésta no deberían quedar impunes.

Pero está comprobado que la naturaleza no tiene el más mínimo interés en participar en nuestro afán justiciero y no tiene establecido ningún sistema de premios ni castigos y si por ella fuera este árbol permanecería acostado indefinidamente con la mitad de sus raíces funcionando todavía ancladas a la tierra en que había nacido hace cincuenta y tres años, menos mal que los funcionarios del Ayuntamiento procedieron a trocearlo en porciones adecuadas para que pudieran entrar en alguna chimenea, vamos, lo más parecido al infierno.

Fueron las circunstancias, diría el filósofo, fue el viento o la lluvia, la casualidad o la fatalidad, pero de todas formas, para nuestras limitadas entendederas, este final se nos antoja un poco más justo del que le tenía reservado la naturaleza, como si nada hubiera pasado, si los humanos no hubiéramos intervenido.

Te puede interesar