Opinión

Semana non tan Santa

Porque santa, santa, lo que se dice Semana Santa de verdad,  eran las que vivíamos en nuestra niñez allá por mediados del pasado siglo XX, aquello era otra cosa, sentías las negaciones de Pedro, la traición de Judas, el lavatorio de Pilatos, los latigazos, la corona de espinas, las cabronadas, todo, para entender esto hay que ser mayor, inevitablemente, pregúntaselo a los abuelos, y si tienes bisabuelos, mejor, porque esto viene de atrás. 

Ahora todos nos apuntamos a estos días de fiesta, haciendo nuestros planes en función de gustos y aficiones; vamos a la playa o a esquiar, una excursión al campo o tal vez a algún país exótico  sin pensar ni por un momento que, en su origen, estos días era un tiempo de recogimiento y de oración prácticamente obligatorio, tanto para los creyentes como para los que no lo eran, porque la vida en estos días cambiaba rotundamente.

Hasta el sábado de Gloria no volvían a tocar las campanas, en las iglesias se ocultaban las imágines con grandes crespones morados y las tétricas y artesanales carracas de madera emitían unos sonidos broncos en los actos religiosos. Era tiempo de visitas a los Monumentos, inciensos, cirios, procesiones y Vía Crucis con las  tres caídas de Jesús  camino al Monte Calvario o séase, el Gólgota, donde irremediablemente se reproducía el eterno drama de la crucifixión y muerte de Cristo.

Procesiones nocturnas del silencio presididas por las autoridades religiosas, civiles y militares seguidas por elegantes y distinguidas señoras y señoritas, oiga VD., con sus velas encendidas, marchando pausada y elegantemente,  vestidas con sus peinetas y mantillas españolas que les permitía mirar discretamente al personal apiñado en las aceras.

Desafortunadamente en Galicia no se cantaban saetas y por eso me quedará para siempre la frustración, una más, de no poder subir a un balcón y emulando a Serrat, cantar aquella tan bonita de Machado: “¿Quién me presta una escalera/ Para subir al madero/ Para quitarle los clavos/ A Jesús el Nazareno?... Tram, tram, tram, parapatram, tram, tram... Con la saeta al cantar/ Al Cristo de los gitanos/ Siempre con sangre en las manos/ Siempre por desenclavar… Tram, tram, parapatram, tram… y la clásica timidez gallega tampoco me permitió ir hasta una ventana de Málaga o  Sevilla, que estaba invitado, para hacerle la competencia a aquella gente. Ay, ay, ay, tram, tram, tram… Lo que puede cambiar la vida de nacer en un sitio o en otro.

Hasta nuestra constitución de 1978, España era un país oficialmente católico, lo que en muchos casos equivalía a ser obligatorio actuar con arreglo a las normas de la Iglesia Católica, como lo es todavía en aquellos países que están vinculados a una religión. La Ley de Principios Fundamentales del Movimiento, “declaraba el acatamiento de la Nación española a la Ley de Dios formulada por la Iglesia Católica, cuya doctrina inseparable de la conciencia nacional, inspirará la Ley.” Total nada, como para andar con interpretaciones.

El artículo 16 de nuestra Constitución de 1978, dice:

1) Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto.

2) Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.

3) Ninguna confesión tendrá carácter estatal... situando a la Iglesia Católica a nivel de las demás confesiones. 

Parece un milagro que hayamos podido asimilar este profundo cambio sin demasiados traumas pero al final siempre se nota. Las cosas funcionaban porque, en general, el personal cumplía con los Mandamientos “vigentes”, es decir, era honrado, cumplía con su deber, no robaba por si lo pillaba la Guardia Civil, no, actuaba de acuerdo a sus principios, eso se nota en la vida diaria, cuando ya no hay, o escasean, esos principios, pasa lo que pasa, el caso es que no existan pruebas. 

 Los principios no las necesitaban.

Te puede interesar