Opinión

La época del cornezuelo

En mi niñez llegué un poco tarde al bum del cornezuelo, pero lo suficiente en tiempo para definir aquella época en cuanto a la “gramínea defectuosa” que brotaba en algunas espigas del centeno en los muchos sembrados orensanos. Fui uno de tantos niños que, obligados a dormir la siesta en las vacaciones de verano, se escapaban en cuanto había un descuido de los progenitores para apandillarse y tramar algo fructuoso en que pasar la tarde.

El centeno (algunas espigas) producía una especie de semilla amorfa y negruzca que destacaba sobre la amarillez del grano normal cuando ya maduro empezaba a estar próximo a su recolección. Era un gránulo alucinógeno (eso lo supimos años después) que, apreciado por sus características farmacéuticas, lo compraban los boticarios no sabiendo muy bien para qué, pero lo querían para enviar a un conocido laboratorio de Vigo donde decían que fabricaban medicamentos contra “el mal de la pena”.

La década de los 50 era más bien parca en ingresos familiares, y a la peseta se le daba el mayor aprecio. Tengamos en cuenta que hasta el 52 no se abolió el racionamiento de víveres a través de las cartillas de concesión, promulgado al finalizar la Guerra Civil. Entonces suponía un aliciente para los chavales tramar en verano el pisoteo de cualquier sembrado en busca de la espiguita con los granos negruzcos, para llevarlos a una conocida farmacia (cuyo nombre permítanme que omita), y que nos diesen unas monedas con las que comprar unos cigarros de manzanilla. Y no era solo que nos apropiábamos de algo ajeno, sino que arrasábamos el centenal sin miramientos tumbando casi a trote la espiga desde el pie de su cilíndrico y fino tubo de casi dos metros de altura cuando estaba próxima a ser recolectada.

No entro en las cualidades científicas del Secale cereale, que era como se llamaba la rara gramínea, porque tampoco me compete, pero me acuerdo que se decía que era “cereal defectuoso”, sin más. Tenía varios nombres comunes: cornecho, corno, grao de corbo, dentón, además de cornezuelo… Y siendo minúsculo se parecía en hechura a los espolones de un gallo.
Andaba rebuscadisimo. Los campos de cultivo estaban más que trillados, pero era un riesgo divertido porque podía presentarse el dueño y había que escapar corriendo. Luego se juntaban los granos de toda la panda y los llevábamos para entregarlos “discretamente” en la farmacia. No nos importaba demasiado para qué servía aquello, y ante alguna pregunta al boticario, se limitaba a decir que era para curar enfermos especiales. Lo de saber que era una droga que contenía LSD no estaba a nuestro alcance. Sabíamos, eso sí, que su precio andaba entre 80 y 100 duros el kilo, pero esa cantidad en peso era imposible juntarla en la rebusca de los sembrados de toda la provincia, ni reuniendo el de varios años. Aunque la picaresca existía, para entremezclar pequeñas virutas de hierro que se encontraban en la basura de los talleres de torneros. Las virutillas tenían forma y color parecido al grano del cornecho, y se mezclaba para que diera más peso en la báscula de precisión, pero el boticario estaba al loro y revisaba con lupa grano a grano antes de someterlo a ser pesado… Nos miraba fijamente y nos reprimía: “Rapaces… non seades sinvergonzas que isto non e denton…”.

Visto ahora desde la perspectiva del tiempo, pero con precisos flashes de aquella época, memorizo lo ingrato que tenía que ser cosechar y cuidar un centenal por cuyo fruto le iban a pagar al labriego dos reales el kilo (0,50 pesetas), y encima tener que vigilarlo continuamente para evitar estragos de los rapaces que entrabamos como caballo de Atila para tratar de encontrar algunos granos de cornecho. Era cruel el juego, pero la imaginación no tenía límites a falta de otros deberes y el tiempo se pasaba en la calle. 

La fiebre aquella se fue tranquilizando, por que las autoridades prohibieron el furtivismo (si se puede llamar así), y a los farmacéuticos no se les permitía ya comprarlo indiscriminadamente, sobre todo a los rapaces. Pero quien podía tenía unos granos en casa porque decían que era bueno para contener la sangre de una herida, calmaba dolores, vigorizaba a las parturientas en instantes de parto, etc. En fin, que valía para muchos remedios caseros.

Fue a partir de 1950 el momento de floración más contemporánea de la circunstancia del cornezuelo, pero antes ya hubiera otros periodos históricos locales en cuanto al aprovechamiento de la anómala espiga: en 1904 y después en 1920. Galicia fue muy propicia al bum aquel, y en los sembrados de la provincia de Orense, a la postre marcadamente agropecuaria, precisamente era donde se daba la mayor aparición del susodicho raro grano alucinógeno que se criaba en el centeno. Unas noticias de prensa del año 52, aparecieron indicando por aquel entonces que en Francia se estaba produciendo una rara enfermedad llamada “mal del pan”, que ocasionaba continuas victimas mortales. Parece que se investigó y aclaró que era porque que en la molienda del centeno se colaban granos que contaminaban la harina antes de ser distribuida por las tahonas. Eso fue el detonante que trajo la prohibición de ese mercadeo que terminó con el tema del cornezuelo popularizado en nuestros centenales. 

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