Opinión

El Posío romántico y las actividades lúdicas

 

Es verdad que tengo cierta fijación, en relatar con frecuencia algunos flashes populares de una época en que Ourense pasaba por una metamorfosis social que nos iba subiendo al tren de la modernidad.   Hoy os completaré el anterior artículo sobre la historia del Posío, que además de tener una peculiaridad propia no demasiado dilatada en el tiempo, como hemos descrito en nuestro artículo anterior, constituía desde luego el marco ideal del romanticismo contemporáneo en aquella época a la que hoy me refiero, es decir, a partir de los años 40. Y solo si se lee con la mente de entonces y nos transportamos mentalmente a ella somos capaces de entender de manera natural sin subjetivismos lo que fue suponiendo el acotado recinto a través de la primera mitad del siglo XX.

Digamos que era el evocador lugar común de la urbe sin menospreciar, aunque muy distantes, el Parque de San Lázaro y la Alameda, por nombrar otros lugares de esparcimiento colectivo. Mucho más no había.

Pretendemos hoy completar cómo fue y para qué sirvió el Posío por aquella época, en la que disponía dentro de la natural modestia por la escasa superficie del mismo, de las características para poder acercarse a un pseudo marco romántico, siendo para ello un tanto imaginativo. 

El pensil referido constituía sin duda un lujo en aquel “Ourense de ayer”. Ofrecía un remanso implícito de acogimiento, relajación y sensibilidad, así como lugar de fomento y situaciones amorosas en momentos ideales para la abstracción y fantasía.

Nuestro modesto parque, tal como en aquel momento estaba diseñado, con sus más o menos 15.000 metros cuadrados, nos invitaba en mayor medida a su disfrute. Con sus tres terrazas diferenciadas, la alta para la chiquillería, la central para multiusos y la baja con su diversidad de especies arboladas y sombríos paseos, propios para el relajo y meditación anímica. Los domingos en primavera-verano era frecuente la celebración de aquellos “asalto-bailes” (confieso mi ignorancia al no saber de dónde viene la compuesta palabra) a los que la juventud, principalmente, acudía para solazarse al son de las orquestas “Continental” y “Jo”; o para escucharlas sonar sencillamente, paseando por el recinto en los atardeceres dominicales en época estival. Un entrañable personaje que aun hoy añoran muchos ourensanos, como era Antonio Méndez Sánchez (Toñito el Patata) ponía la nota de sano humor interactuando graciosamente entre las parejas por toda la pista. Las generaciones nacidas a partir de 1940 empujaban con fuerza, dando viveza a la juventud de la Ciudad de Las Burgas. Y el romanticismo a que nos referimos comenzaba a surgir, o mejor dicho afloraba de nuevo en el pueblo que dejaba atrás la época trágica de los últimos años del periodo de los 30.

Se cerraban los cuatro portalones que tenía el recinto, y se accedía al mismo con “entrada previa adquirida en taquilla”, por el que daba a las calles de Lugo y Padre Feijoo. 

El “palco musical” (no templete) no tenía cubierta; había sido concebido así, y era (y es) a pesar de ello simple pero vistoso. La sesión de baile comenzaba a las seis de la tarde, hasta las diez de la noche. Los músicos sudaban, las parejas danzando, también; pero éstas de vez en cuando se perdían en un remanso de quietud por los recoletos paseos de la “parte de abajo”, o descansaban “flirteando” en alguno de los bancos que rodeaban las palmeras, al tiempo que musitaban escuchando los sones orquestales (no digáis que no tenía poético caché). Por cierto, que lo típico de la velada musical era que, desde que empezaba la sesión hasta que terminaba el “asalto- baile” si se quería, no se separaba la pareja de danza. Las dos orquestas enlazaban unas canciones con otras, y se alternaban cada hora interpretando una melodía común a ambas, retirándose alternativamente los músicos de una, al tiempo que iban entrando los de la otra a ocupar los mismos puestos y atriles, continuando con la misma sintonía. Aún creo acordarme de la musiquilla indicativa que utilizaban para la curiosa y ya típica permuta.

Pero volvamos al parque en sí. En el Posío, como toques de visual simpatía, no podía faltar una bonita pajarera poligonal que llamaba la atención (es casi lo único genuino que aún queda), en la que convivían bastantes especies de aves que todos admirábamos cuando escuchábamos sus trinos entremezclados con las notas orquestales. Además también se hacía notar el pequeño estanque y una familia de pavo reales que se paseaban por el recinto ya acostumbrados a la música dominguera, y no tenían reparo incluso en acercarse hasta la misma pista de baile en su apogeo. Nadie alteraba a los “bichos”, si no era para ofrecerle barquillos que algunos les daban comer en la mano. 

Aquellas generaciones respetábamos el Posío; no tenía por lo general un deterioro mayor que con el uso normal. Era evocativo, poético, y sus pequeñas dimensiones no le restaban vistosidad al recinto. Una señora empleada que se ocupaba de los servicios evacuatorios, y un jardinero, eran los encargados de que todo aquello funcionase. Un par de heladeros, un chiringuito con refrescos y un barquillero, completaban el “elenco” de personal en verano. El perímetro lo rondaba de vez en cuando un municipal para evitar que los más atrevidos se rasgasen los pantalones al pretender saltar la valla, porque la picaresca sí que funcionaba para ahorrar el importe de la entrada.

Utilizar como pista popular de baile al aire libre un marco tan ideal, con sus zonas implícitas de floresta y relax, suponía en aquella época, un lujo que no se sabía valorar muy bien.

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