Opinión

Menos mal que existes

De todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España porque termina mal". Este precioso verso del poeta Jaime Gil de Biedma refleja el fatalismo con el que los españoles contemplamos el porvenir.

El sangriento pasado guerracivilista pesa sobre la memoria colectiva y señala como excepcionales los periodos de convivencia democrática. La Constitución que ha permitido uno de esos paréntesis de nuestra convulsa historia, cumple treinta y nueve años. Y menos mal que existe.

Su dificultoso parto demostró que había una posibilidad de que la historia, por una vez, no acabara mal. Que hubo una generación, ahora cuestionada, que fue capaz de dejar a un lado ideologías, prejuicios, rencores, intereses partidistas, para pactar un texto que permitiera recuperar la democracia aplastada por la dictadura franquista.

En estos años, sus aniversarios han trascurrido con el protocolo parlamentario de rigor y, cada vez, con menos entusiasmo en la calle. Solo ha habido dos excepciones: tras el 23F y ahora mismo. En la primera ocasión, la sombra cainita del enfrentamiento civil y el recuerdo de los alzamientos militares, echó a la gente a la calle para defender la fragilidad de una libertad recién adquirida. Hoy es el reto independentista de Cataluña el que coloca a la Carta Magna en el valioso papel de garante de la legalidad que nos ampara.

Con treinta y nueve años la Constitución ya no es una jovencita, pero el argumento de que una gran parte de la población no votó en el referéndum que le dio el visto bueno no justificaría cambiar ni una coma. Aunque sí hay preceptos que se han quedado anticuados y que regulaban una realidad que, en la sociedad tecnológica y global, necesitan modernizarse. El texto del 78, equiparable, y en algunos aspectos mejor que cualquier norma fundamental de los países democráticos de nuestro entorno, no es intocable. En sus páginas se regulan los mecanismos para su modificación. De hecho, las constituciones deberían acomodarse periódicamente a las realidades, y así lo hacen las más asentadas.

Pero hay una gran dificultad para encarar, por ejemplo, la reforma territorial, sin que los nacionalistas rompan las costuras de la convivencia. Hace falta, de nuevo, esa capacidad de pacto, de superar intereses partidistas, de plantear un proyecto de futuro para España que resulta tarea casi imposible para la actual clase política. Ni siquiera la coyuntura parlamentaria de falta de mayoría absoluta propicia el diálogo, como se ha visto en una crisis tan grave como la proclamación unilateral de independencia de Cataluña.

Se supone que cada fuerza política tiene ya un borrador de como cambiar la Constitución. Pero nadie lo hace público hasta verse empujados a sentarse en una mesa de diálogo. Aun así, lo importante no es lo que piense cada uno, sino el proyecto de país que queramos construir entre todos. Y la deriva secesionista de Cataluña no puede ser ni el motor ni la escusa que impulse a tocar un texto que, con sus errores, ha sido el mejor que hemos conocido.

Por lo tanto, mientras no se pongan de acuerdo y no sepan dónde ir, que no toquen nada.

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