Opinión

Arrugas y mortajas

Uno no sabe qué responder cuando le dicen “tengo una noticia buena y otra mala; ¿cuál quieres oír primero?”. Sea porque te esperas un chiste malo, sea porque la buena nunca será tan buena, y la mala suele ser peor de lo que al principio parece, lo cierto es que da igual el orden en que te anuncien las novedades. Por eso suéltalo de una vez, venga – respondemos -, que dicen los viejos del lugar que los malos tragos mejor pasarlos cuanto antes. Sin embargo, si la elección es entre escuchar una nueva mala y otra aún peor, la cosa viene torcida de veras; algo así les voy a contar, sintiéndolo de veras, pues a nadie le gusta ser agorero ni cenizo, aunque seguro que no les pilla de sorpresa. Vamos con la mala: Galicia ocupa el segundo lugar entre las poblaciones más envejecidas del mundo; la media de edad del gallego es de 46 años. Solo nos gana Mónaco, hogar de los Grimaldi, famoso por su casino de Montecarlo y sus coches y yates de lujo; será que entre tanto ornato ostentoso y tanto paraíso fiscal, la peña allí no la palma del susto al ver su cuenta corriente y cómo la fríen a impuestos. Aquí en Galicia no tenemos esos lujos; aquí los sueldos y las pensiones son realmente miserables, pero ¡oiga!, con un par, aquí solo la espichamos cuando la piel se nos cae hecha jirones andrajosos y los huesos menguan hasta hacernos liliputienses. Entonces sí, nos vamos orgullosos al otro barrio rodeados de lo seres más queridos, hijos, nietos y biznietos. Mas ocurre que a nuestro alrededor cada vez hay menos nietos y biznietos. Por eso la media de edad se dispara; aquí parimos muy poco, y muchos de los que fueron paridos en Galicia hace un par de décadas se han tenido que largar a otros lugares, no porque les haya entrado de repente un apretón aventurero; por aquí somos de tirar cuanto se pueda del potaje y el caldo de mamá, así que si nos piramos es porque no hay pan que llevarse a la boca ni trabajo que desempeñar; no hay manera tampoco de emanciparse y formar una familia y, entonces sí, poder plantearse tener hijos y que éstos a su vez puedan tener sus hijos, nuestros nietos, aunque solo fuese por el postrero placer de escuchar alrededor del lecho a unas criaturas decir “abuelo, te queremos mucho”. No, no hay casi nietos que abracen a sus abuelos, no hay jóvenes que reemplacen a los viejecitos encorvados. Quizás por eso éstos tardan tanto en morir. Se agarran a la vida como si aún no hubiesen perdido la esperanza de ver algún día esta tierra hermosa plagada de críos que luchen por su supervivencia.

No nos engañemos ni dulcifiquemos este drama; ¿de qué sirve mirar al pasado para señalar culpables? ¿Va a desaparecer por ello el problema? No, ahora se trata de que haya un pacto social y político que remedie esta situación y cambie una tendencia que conduce inexorablemente a la muerte silente de Galicia. Una tierra que lo tiene todo para hacerse atractiva a propios y foráneos, pero que, tanto por negligencias en la gestión como por la ausencia de planes directores o estratégicos, y por qué no decirlo, por el egoísmo cazurro de quien solo se mira el ombligo y desprecia formas asociativas de explotación de la riqueza, se está quedando sin jóvenes que hagan el relevo generacional. La estadística es mala agorera, pero no suele fallar.

Esta es la noticia mala; la peor nos toca aún más de cerca: en el año 2013 Ourense batió el récord de pérdida de población. Para que lo entiendan mejor, cada día había doce personas menos viviendo en esta provincia. Por eso digo que si Galicia en general cada vez se arruga y encorva más, Ourense en particular puede ir ya preparando su mortaja. Salvo, claro, que afrontemos de una puñetera vez el problema y dejemos de hablar tanto de termas y de lo bueno que somos sin ofrecer nada.

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