Opinión

Aznar y la verdad

A lguien me dijo un día (¿cuándo fue?) que no me fiara nunca de las personas a las que no se les ven los dientes cuando te hablan porque, o esconden algo, o sencillamente no te están diciendo la verdad. Es uno de esos consejos —sin ninguna constatación empírica, supongo, más allá de la experiencia personal de quien te lo da—que se te queda grabado y acude recurrente cada poco, de modo que ya me ven a veces escudriñando por entre los movimientos de labios de mi interlocutor ansiando ver el blanquecino marfil. Una manía como otra cualquiera. Y si al final el discurso acaba con una sonrisa diáfana, clara y radiante, sin contención alguna del sentimiento que la provoca, se hará realidad el dicho: no hay mejor pregunta que una mirada ni mejor respuesta que una sonrisa. 

Hay en cambio personas que hablan casi sin separar los labios, como ocultando la verdad; callan más que dicen y pocas veces dicen lo que piensan; esconden sus dientes y tensan los músculos faciales para evitar un atisbo de sinceridad; y si no hay más remedio que sonreír nunca lo hacen «a tumba abierta», sino que aprietan los labios, achinan los ojos y ahogan la risa en la glotis, que semejara les diera en ese instante un inoportuno apretón. Me viene entonces el consejo del que antes les hablaba: no te fíes de éste, no te fíes. ¿Dónde están sus dientes, que no los veo? A lo mejor es pura obsesión lo que tengo con esto de la sonrisa; a lo mejor, lo confieso, es sólo la inquina y repugnancia que me provoca la estampa del ex presidente Aznar, claro ejemplo del cinismo en el hablar, de esa prepotencia no exenta de chulería que reluce cuando habla con la boca pequeña, sin mostrar sus dientes, cuando parece que se ríe sin sonreír. Chulesco y arrogante, así se presentó desafiante ante sus señorías en la comisión de investigación del Congreso de los Diputados sobre la financiación irregular del PP. Nadie podía ser tan ingenuo como para esperar que reconociera, no ya haber consentido, sino siquiera haber conocido los tejemanejes en la sede de Génova con dinero B durante los años de su presidencia del partido (1990-´2004).

Todo fue pulcro durante su mandato, todo fue rigor y azote contra la corrupción. Su Consejo de Ministros con sus Rato, Zaplana, Matas y compañía fue cenáculo en torno a una sola idea: servir a la Patria —y aquí Casado masculló un Viva el Rey emocionado ante su ídolo y mentor—. Ni atisbo de arrepentimiento ni gesto alguno de contrición. Su aire retador se ha agrandado con el paso del tiempo, mas sigue hablando con sentir cínico, con la boca chica, ocultando la verdad. Solo su risa muda es más falsa que su oratoria. El culmen de la hipocresía llegó cuando alguien le preguntó por la boda de copete de su hija Ana y el desfile de (presuntos) capos que lucieron palmito por las nobles piedras de El Escorial. Entre ellos estaba el urdidor Correa con su encantadora esposa; él, de riguroso chaqué hecho a medida; ella, vestida con un Caprile de tul y seda. La ocasión lo merecía; pero asombrosamente Aznar dijo en el Congreso que ni conocía a este señor ni lo contrató; y ahí ven a Correa y esposa colándose en la boda de un desconocido como vulgares gorrones, saltándose las medidas de seguridad  — a ver si no nos pillan, chati, tú ponte el mejor vestido, que aquí se cuece algo muy gordo y hay que meter la cabeza en esta salsa—, y yéndose al final del banquete con unos suculentos contratos de organización de eventos apalabrados. Ríanse ustedes del pequeño y patético Nicolás.

Hay que reconocerle a Aznar el cuajo que mostró en su perorata del Congreso. Cuajo a la hora de mentir. Pero le sigue traicionando su rostro, su rictus de saberse por encima del bien y del mal. Aznar esconde los dientes y la risa cuando habla. Y eso es porque, o esconde algo, o sencillamente no está diciendo la verdad.

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