Opinión

Bajeza moral

¡Qué cutre es todo! ¡Qué pena de política y de periodismo! El espectáculo cifuentino es una grotesca parodia sin gracia, un chiste burdo y malsonante, pero sobre todo una muestra perfecta del nivel que hoy predomina en la política estatal.  Cualquier humilde concelleiro de la aldea más remota y escondida entre montañas, preocupado y hacendoso en sus labores en pro de sus vecinos, tiene más clase que ese malevaje que pulula engolado por la Corte, tiene más nobleza innata que esa panda de traidores, falsificadores, panfletarios, carroñeros y amantes del periodismo más amarillo que han convertido la política nacional en puro espectáculo televisivo. La única diferencia entre los personajillos que acuden a esos programas bazofia para vender sus intimidades y sus almas y los lustrosos protagonistas de la última parodia española, es que al menos aquéllos no se las dan de guardianes del interés patrio, no están atacados de titulitis académica y no sueñan con poder, algún día, ostentar un alto cargo que no haya tarjeta de visita que lo soporte. El musculitos que acude a plató a contar cómo se lo hace con su piba se somete sin esconderse, bien al escarnio, bien al aplauso del vulgo; pero va de cara, su público es el que es y sus ambiciones se agotan en el bolo de una discoteca de pueblo, a razón de treinta euros la caricia de la tableta abdominal. Pero, ¡ay aquéllos!, aquéllos venden sus miserias por detrás, se espían entre sí mientras se besan efusivamente en las convenciones nacionales de su partido, se lisonjean ante las cámaras y se ponen a parir por detrás; se mandan recados, sutiles a veces -basta una sonrisa pícara a una pregunta de un periodista-, otras veces más explícitos, como hacía la mafia enviando la cabeza de un pura sangre, solo que ahora ya no se envían cabezas sino videos de pequeños hurtos en tiendas que no se destruyeron en su día, aunque la ley lo exigía, sino que alguien los guardó (mente perversa la del que elucubró con su utilidad siete años atrás, éste sí que merece un Máster póstumo por maquiavélico, ideal para el ejercicio de la política actual) y los puso ahora en manos de Inda, carroñero mayor, servil del mejor postor, para que éste hiciera el trabajo sucio que tan bien se le da. Y así, sin mancharse las manos los gerifaltes -o al menos eso creen ellos-, se quitan de en medio a la que ya les molestaba, a la que vino envuelta en aires de regeneración pero había caído herida presa de su propia vanidad. ¡Malditos títulos de mierda!, ella y tantos como ella lo hicieron, ¿por qué tan solo tenía ella que dimitir? No, no hizo nada “especialmente malo”, debió de pensar. Al menos nada que no hiciesen todos los demás, también los suyos. ¿Los suyos? Ahí la han dejado éstos, tirada, presa de los chistes y las burlas; los suyos no han dudado en usar sucias artimañas para conseguir el fin deseado, clavándole por la espalda el puñal. Con su cese todo se limpia y todo se purga, creen. En este caso el fin justifica sobradamente los medios. Hizo lo que tenía que hacer, dijo el jefe. Ahora, vayamos a lo importante. Y todos tan contentos. Que se lo pregunten, si no, a Rivera.

Quizás el asunto de Cifuentes refleja a la perfección la deriva de esta sociedad. Un bote de crema de 20 euros, hurtado hace siete años, convertido en asunto de Estado;  un video ilegal filtrado a la prensa, un periodista sin escrúpulos, alcanzando el orgasmo escatológico sentado sobre el trono de su propio estiércol, unos políticos mediocres y desleales, y al final de todo esto nosotros, siempre nosotros, dispuestos a participar de este circo barriobajero, no como meros espectadores, sino como el último eslabón de esta cadena de bajeza moral. Es para recapacitar.

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