Opinión

Cabichas y demás detritus

Ya dijimos el otro día que las calles de la ciudad presentan un aspecto desangelado, abandonado y sucio, como si el desmaño hubiese hecho mella en los responsables de la limpieza municipal. Pero siendo cierto esto, también lo es que, en ocasiones, somos los propios transeúntes los que agravamos este problema y contribuimos a que la porquería reine en calles y aceras. Y es que, hablando en términos generales, nada estadísticos, y con honrosas excepciones, al viandante se la fuma eso de mantener limpia la ciudad. La cosa se desmadra los fines de semana, cuando niñatos de toda clase y condición mean, defecan y vomitan en cualquier esquina, sea el portal de una casa, sea la entrada misma a la hermosa Catedral; antes ya habrán dejado la inconfundible impronta de su paso por la Alameda, lugar de reunión borreguil donde los chavales beben hasta las trancas para ir después bien «colocados» a la zona de los vinos, dejando el suelo de ese parque lleno de bolsas, botellas, vasos y restos orgánicos, que ya vendrán mañana —deben de pensar— los operarios de la limpieza a dejar esto limpio para el próximo «botellón». Pero aún hay quien dice: «¡Ah, no seamos muy duros con ellos! ¡Tienen que divertirse!». Majetes. Y así seguimos, oiga, años tras año, de suerte que, a fuerza de tal permisividad, hemos normalizado el incivismo y la falta de respeto hacia lo ajeno (lo de todos) por parte de esa juventud. Pero, claro, quien no ha mamado educación difícilmente será educado y respetuoso con los demás. Es así de sencillo.   

Mas ese maltrato de los espacios públicos no es solamente «patrimonio» de la chavalada que se corre las juergas el fin de semana. Me he encontrado con esa persona mayor, encantadora a primera vista, que saca a pasear a su caniche y que, ¡rediós!, de repente mira de reojo a un lado y a otro y, como si no la viera nadie, tira de la correa y se aleja del lugar tan rápido como su avanzada edad le permite, dejando en la acera la inconfundible estampa del excremento canino (ya me adelanto y les digo que soy dueño de una perra, así que no vean en esta denuncia animadversión alguna hacia los animales, más bien hacia algún dueño). Y es así que en tal ocasión, diciéndole yo «señora ¿no le da a usted vergüenza dejar la caca de su perro en la acera (usé a sabiendas la palabra “caca”, aun a riesgo de parecer cursi, por aquello de su avanzada edad)?» «¡Ay!, es que a mis años me cuesta mucho agacharme. Ya la recogerán». Y con ligero aire soberbio me dio la espalda y siguió el paseo con su caniche. Era señora de buen abrigo y de aparentes posibles, no vayan a pensar, mas por lo que se vio, de escasa educación cívica.  Y lo triste es que no es infrecuente toparse con tales detritus por las calles de la ciudad, pues ni siquiera la sensibilidad que se le puede suponer a quien es dueño de un animal es capaz de domeñar la mala urbanidad.

Y será, en fin, porque ya hace años que dejé el hábito de fumar, quisiera pedir a esos fumadores que, como si fuese lo más natural, no dudan en tirar la colilla al suelo en la vía pública, que no lo hagan, que es sucio, poco respetuoso con los demás. No los imagino en su casa tirando la colilla al suelo y aplastándola después con el pie contra el parquet. Se la jugarían, fijo, con la doña. Pues, ¿por qué lo hacen en mi suelo, en mi acera, en mi calle? Lleven en la mano, qué sé yo, un cenicero de bolsillo; quizás esa incomodidad los ayude a dejar de fumar. Pero no llenen de colillas la calle. En muchas otras ciudades, cuya belleza loamos (Londres, París…), imponen severas multas por tirar colillas al suelo. Pero aquí aún lo vemos como lo más natural. Es hora de cambiar ya. Aunque solo sea por eso del respeto a los demás.

Te puede interesar