Opinión

Cajas de colores

En el salón están las cajas de regalos. Son de diversos colores, y cada color tiene un significado que es fácil deducir. En la orejera está la caja verde. La de la esperanza, pueden imaginar. Esperanza en que este planeta no se vaya a la mierda por la sinrazón de unos y otros; en que el fanatismo no arraigue, no mate indiscriminadamente a tanto inocente; esperanza, pese a tanto desengaño sufrido hasta ahora, en que nuestro mundo desarrollado, civilizado, de primer orden, muestre su cara más noble y solidaria a los que huyen desesperados de la barbarie, la hambruna y las guerras, y caen muertos hasta ahora a las puertas de las nuevas «limes» que hemos erigido vergonzantemente frente a los que consideramos los nuevos bárbaros. La caja verde está llena de estos utópicos anhelos. Pero en el salón hay más regalos, y toca abrir la caja roja. El color rojo es el de la sangre; pero no la que se derrama y se pierde inútilmente, sino la que fluye por nuestros cuerpos insuflándonos la vida inquieta con la que rebelarnos contra los que nos quieren mansos y adormecidos; el rojo es el de la fortaleza diaria de quien no se rinde pese a tantos atrancos en el camino. Pero también, ¡ay!, es el de la pasión, el amor y el deseo carnal; solo hace falta revivirlo rebuscando entre los poros, jugueteando con los pliegues del otro, acariciando recovecos y laderas, humedeciéndose entre sus labios hasta que los sentidos se entreguen y se dejen llevar. Es el rojo del carmín, el del beso salvaje que el pudor a veces refrena estúpidamente. La caja roja quiere dejar al caballo libre de riendas y cinchas, para que cabalgue alegremente. 

En el otro lado de la estancia está la caja amarilla. Que no te dé reparo abrirla por simplonas supersticiones; en heráldica el amarillo representa el honor y la lealtad, tan poco en boga en los últimos tiempos; quizás esa caja vaya dirigida a los arribistas y a los felones; quizás necesiten esa dosis de lealtad los que han traicionado aquello por lo que decían luchar por mantener un mísero puesto, al que se aferran a costa de dejar en el camino su dignidad e integridad. ¡Pobres, a ver si esa caja amarilla les devuelve la vergüenza perdida! 

Más allá me topo con la caja azul, el color del cielo y del océano; abrirla es dejar volar un poco la imaginación, volver a la infancia en la orilla del mar o en las callejuelas de la aldea; es también tener la inteligencia necesaria para no olvidarnos completamente de que un día fuimos niños, y entonces seamos capaces de mantener su sinceridad y su valentía. Y también su espontaneidad, agotados como estamos de tanta pose hipócrita y convencional.

Quedan dos cajas por abrir en el salón, la blanca y la negra. La negra pudiera parecer atemorizante y lúgubre. Y así se ha visto en otras ocasiones; mas no es ése el mensaje que hoy trae en el envoltorio. Hoy es sinónimo de elegancia y de misterio; elegancia para aceptar los errores propios con clase, y misterio para que siempre nos quede en la vida algo desconocido que nos pueda sorprender. 

Y la caja blanca, por fin, es la que contiene la inocencia y las ilusiones de los niños, concentradas en la mirada blanca de asombro de los más pequeños. Al fin y al cabo hoy, día de Reyes, es su día. Ojala su alegría no se quede presa entre estas cuatros paredes; ojalá algún día lleguen también esas sonrisas y esas miradas de asombro a esos millones de niños en el mundo que buscan cada día —y aún no encuentran— una sola razón para sonreír. Porque para ellos hoy, día de Reyes, también debería ser especial. Gracias por repartir ilusiones, amadas Majestades. 

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