Opinión

Con derecho de protesta

La primera consideración que cabe en relación con la “sentencia de la Manada”, transcurridos ya días desde la emisión del fallo por el tribunal navarro, es que a estas alturas seguimos hablando y escribiendo un montón de líneas sobre tal decisión judicial. Y lo que queda, pues nuestro sistema de recursos procesales obligará, primero al Tribunal Superior de Justicia de Navarra, y luego seguramente al Tribunal Supremo a tener que pronunciarse sobre la conducta de esos cinco tipos y su relevancia penal. Este peregrinaje de una sentencia por instancias superiores es —digámoslo así— la consecuencia del ejercicio de protesta que hacemos los profesionales del Derecho para tratar de enmendar el criterio de un juez o tribunal sobre un asunto; cuando recurrimos una sentencia estamos protestando, bien el relato de los hechos probados (¿ocurrieron o no ocurrieron?), bien su calificación jurídica (habiendo ocurrido así, ¿es o no es delito?). Digo esto porque he escuchado que la posibilidad de protesta frente a una decisión judicial se agota en la interposición de recursos contra la misma.

 Y sin embargo creo que no es así: claro que una sentencia sólo se revoca o anula por otra, pero ello no empece para que un grupo o colectivo, o la sociedad entera si se tercia, manifieste su absoluto desacuerdo  con el criterio judicial, máxime en asuntos tan (perdón por la cursilería) “mediáticos” como el de la Manada. Se sale a la calle a veces para protestar contra decisiones del poder ejecutivo (Gobierno), del poder legislativo (Congreso) o del poder judicial (juzgados y tribunales). ¿Qué problema hay? ¡Ah, ya!, se dice también que los jueces, en casos como éste, están sometidos a una presión social y (otra vez) mediática indeseable. Bueno, sería de ingenuos pensar que su fallo no iría a traer cola fuera cual fuera su sentido; en una sociedad inundada de nuevas tecnologías, de botarates de redes sociales, de fake news e informaciones no contrastadas convertidas al instante en trending topic sin filtro alguno de rigurosidad, es imposible abstraerse al runrún social, ansiosos  como estamos de opinar siempre sobre lo divino y lo humano. Y si se habla de presión, piensen en la enorme que sufre (lo hemos visto) el abogado de turno de oficio al que le tocado el “papelón” de defender a tanto indeseable autor de crímenes horrendos, sin reparar en que sin su trabajo no hay juicio posible. 

He leído la sentencia de la Manada. Ahora lo puedo decir. Y ello me merece tres consideraciones: una, me asombra la capacidad intelectual de síntesis y raciocinio de tantos que, a los diez minutos escasos de conocer el fallo, ya criticaban, no ya el relato de hechos probados (80 folios), sino también su encaje en uno u otro tipo penal (agresión o abuso sexual); a mí me llevó horas de lectura reposada hacerme una composición de lugar sobre lo que, a criterio del tribunal sentenciador, pasó aquella noche en ese portal; dos, a la vista de los hechos probados de la sentencia creo (opinión personal e intransferible) que sí hay intimidación, y por tanto agresión sexual; si ella aparece (como se recoge en la sentencia) “agazapada,  acorralada contra la pared por dos de los procesados, expresó gritos que reflejan dolor y no apreciamos ninguna actividad de ella”, o si “esas imágenes evidencian que la denunciante estaba atemorizada…”,  entiendo que sí hay intimidación; y tres, al final la discusión jurídica se centrará en analizar si esa situación de abuso de superioridad o prevalimiento de los cinco malnacidos sobre la chica, que sí aprecia el tribunal (y por eso los condena por abuso sexual), es asaz para apreciar “intimidación” (concepto, en lo que ahora importa, jurídico). Lo que se reduce, aparte de las arcadas que produce el actuar repulsivo de esa Manada cobarde, en una discusión estrictamente jurídica. Eso sí, con derecho de protesta.

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