Opinión

Cuando el fanatismo no importa

Con ocasión del terrible atentado de Barcelona perpetrado por una célula yihadista el pasado diecisiete de agosto, las redes sociales se convirtieron en una especie de hervidero, un ser informe de múltiples cabezas y tentáculos alargados que iba mudando su rostro y su discurso a medida que transcurrían las horas tras el inicial estado de conmoción. Efectivamente, después de que nos convenciésemos de que sí, ¡coño!,  ahora nos había tocado a nosotros —no era la primera vez, recuerden el 11-M, pero parece que ya lo habíamos olvidado— el golpe mortal del islamismo radical, el ente virtual se erigió en una especie de guía supremo parapetado bajo el manto denso de internet, que se valió de un ejército de predicadores callejeros con los que arengaba a la muchedumbre derrotada por al dolor y la impresionabilidad ante las imágenes de los muertos inocentes. No es nada nuevo: siempre que ocurre un hecho traumático que convulsiona la sociedad, los salvadores y justicieros aprovechan la muerte y la rabia que nos provoca la sangre aún caliente para clamar contra las reglas que regulan hasta ese momento la convivencia. Y ahora ha pasado otra vez; al socaire de la barbarie yihadista han surgido voces y plumas de ese gran megáfono altisonante que es la Red —a algunas de esas firmas se les supone cierta formación, de ahí su peligro—, que han abogado, unas por cambiar radicalmente las normas que regulan el Estado social y democrático de Derecho, y otras directamente por una suerte de limpieza de sangre, por proclamar la Guerra Santa contra el Islam, sin saber (o, sabiéndolo, sin tenerlo en cuenta) que la guerra, por desgracia, hace muchas años que empezó, y que los terroristas fallecidos en Barcelona y Cambrils eran unos meros peones, soldados rasos, que seguían  instrucciones de un sargento (el imán que los aleccionaba desde una mezquita cualquiera), que a su vez obedecía órdenes impartidas por los coroneles y demás altos mandos que conforman el Estado Mayor de ISIS en Siria o Irak, quienes gozan de la protección, el dinero y recursos facilitados por… ¿es tan difícil la respuesta?

Algunas de esas voces internautas han abogado por el cierre de fronteras, pero es iluso pensar que impedir la entrada en España de uno solo de los que lleguen en patera o huyen de la misma guerra que ha desatado ISIS va acabar con el peligro. Ello implica desconocer quiénes son los verdaderos señores de la guerra, y el dato estadístico de que muchos de los terroristas yihadistas en Europa son ciudadanos ya nacidos en el continente en segunda o tercera generación. Otros se han decantado por la expulsión de los musulmanes de nuestro territorio, como ya se había hecho por Felipe III  en 1609. Perfecto, pero, ¿a todos? ¿También a los que han acatado nuestras normas de convivencia aunque profesen otra religión? ¿Instauramos ahora los Autos de Fe? Y otros en fin, proclaman a los cuatro vientos ¡Vamos a la Guerra!, sin identificar ciertamente al enemigo. Y sin conocer que ya estamos en guerra.

Cada vez más, voces autorizadas hablan de que llegó la hora de ser valientes, y de que al enemigo no (solo) se le bate deteniendo a cuatro o cinco células terroristas; eso está bien para ganar una batalla temporal, solo hasta que se rearme un  nuevo grupo. Es hora de librar la batalla comercial y diplomática (¿y militar?) contra Qatar y sobre todo contra la wahabista Arabia Saudí, cobijo y fuente de financiación de DAESH. Pero esto no lo queremos ver. Es más fácil derribar una patera que decirle a la monarquía saudí «dejen de asesinar o les declararemos la guerra». Y dificilísimo dejar de estrechar las manos de sus jeques a cambio de contratos multimillonarios para nuestras grandes empresas. En esos casos, bienvenido sea el fanatismo salafista, qué narices.
 

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