Opinión

Cuerda para rato

Uno se va haciendo irremediablemente mayor. Lo dice el maldito DNI, ese tirano implacable. Es curioso el fenómeno que se experimenta al pasar de los cincuenta tacos: tienen que ser otras experiencias o circunstancias, meras anécdotas muchas veces, las que nos recuerden a cada poco que hemos pasado ya el ecuador de la carrera, que ya no somos unos chavales, y que por eso hemos de tirar de las bridas para ir ahora al trote borriquero en lugar de lanzarnos al galope desbocado. Voy un día al cine, o me siento delante del televisor para ver una película, y el desasosiego me invade al darme cuenta de que él, ella, o ambos protagonistas son bastantes más jóvenes que yo. 

En nada me obligarán, lo veo venir, a sentirme identificado con el típico vecino malhumorado que llama incesantemente a la puerta porque le molesta la jarana proveniente de la fiesta del piso de arriba, con su aroma de copas, bailes y excesos. «¡Pero si a mí me encantaría estar ahí todavía!», piensas, remontándote años atrás a las noches interminables que viviste con efluvios de las mismas copas, y los mismos bailes y excesos. 

Demasiados años han pasado. Mas ocurre que, tras ese instante de melancolía efímera, recobras la compostura actual, miras a tu alrededor y te derrites en la mirada hacia los que más quieres. Y entonces se te emociona — ¿ya sensiblero?— el corazón. Los cincuenta son muy dados a los pequeños achaques de melancolía. Si cuidas tu cuerpo (a esta edad también empiezan a sonar a tu alrededor los consejos sobre la salud, cosa impensable hace no tanto tiempo) te librarás de las visitas al hospital para curar achaques; pero irás un día cualquiera con tu hijo (cumplir años es lo que tiene, te conviertes en padre de chavales a los que les empieza a cambiar  la voz y a salir vello en zonas innombrables) porque tiene un ataque de apendicitis, y te darás cuenta de que los guapísimos médicos de uno y otro sexo que han atendido al niño son, también, mucho más jóvenes que tú. Hasta hace poco se suponía que era al revés, y que cuando decías «muchas gracias, doctor» enfrente estaba alguien entrado en años que ejercía la autoridad propia de su cargo y su edad. Otra bofetada cariñosa que nos pega la cruda realidad. 

Esa misma torta que recibes cuando, de rebote, una noche sales a cenar y acabas de casualidad en un bar de copas, quizás en uno que solías frecuentar hace… ¿quince años? ¿Más? Y de repente te invade una ligera sensación de ridículo al mirar a tu alrededor y constatar que eres absolutamente invisible para esos jóvenes que charlan animadamente con una copa en la mano; tanto es así que te dan ganas de acercarte a ellos y decirle que a ellos también les tocará pasar por ese cruel ostracismo, y que nosotros fuimos los reyes del mambo, o al menos lo intentamos con todas las fuerzas, y que podrías hablarle de la noches gloriosas en el «Charol», en «Los Faraones», en la «Luna», la «Bamba» o el «Star», y de que ellos se perdieron las famosas patatas del «Bodegón». Pero no, al final decides que es mejor no decirles nada, no vaya  ser que te tomen por un viejo precoz contando batallas de antaño.

Pero todo tiene su consuelo: esta dicotomía entre lo que te dicta el espíritu y lo que te recuerda el cuerpo es nuestro mejor aliado. Mientras sigamos reuniéndonos los amigos con nuestras parejas, nos riamos como críos, nos abracemos y besemos, y lloremos también a veces de emoción…, nunca importará la edad. Y en ésas estamos: hace pocas semanas nos juntamos en casa de unos íntimos amigos, charlamos, bebimos, nos reímos, bailamos, cantamos, seguimos bailando desaforados… hasta que (¡oh, qué alegría!) unos amables vecinos nos vinieron a llamar, cortésmente (nos suponían adultos hechos y derechos), la atención. Como en las películas, pensé. Así que, ya ven, aún nos queda cuerda para rato. 

Te puede interesar