Opinión

En mitad del camino

Nunca fuimos absolutamente libres; en mayor o menor medida siempre hemos tenido ataduras que nos han aferrado a algo o a alguien. Una ciudad, unos amigos, una mujer, unos hijos. Pero ocurre que esas ligazones no nos esclavizan, no nos subyugan, sino que actúan muchas veces de contrapeso sabio que atempera el egoísmo natural y salvaje con el que nacemos ungidos, o de lastre bueno que impide que nos lleven a veces corrientes desconocidas, peligrosamente tentadoras. Y así caminamos, ni absolutamente libres ni del todo punto esclavos, y vamos quemando etapas y volviéndonos viejos, que diría el poeta Milanés, cediendo excesos para ganar afectos, renunciando a empeños solitarios para alcanzar el sosiego y ese cachito de felicidad en común. 

En los cincuenta y algo la mitad del camino ya está hecho -¡qué deprisa va esto, carajo!-, y una suerte de melancolía invade el ánimo al observar alrededor a la adolescencia inquieta y rebelde, mientras por la alameda algunos (demasiados) ancianos caminan con la mirada ida y la frágil memoria vuelta del revés, será porque ahora ya le falta la compañera, será porque añora tanto a aquélla con la que, parafraseando a García Márquez, estaba construyendo “un amor tranquilo y sano, de abuelos percudidos”, que ya no sabe para qué narices lo han dejado a él aquí en lugar de acompañarla en el camino. 

Y uno, que se encuentra a caballo de esas dos historias, le da a veces por mirar con un ojo al pasado y con el otro al tiempo que se le echa a golpes encima, y así tuerto por no ser camaleón corre el riesgo de tropezar en las piedras que quieren cada día vencer al pie, pues se resiste a asumir que las horas viajan demasiado rápido y que el presente es efímero. No quiere perderse en la alameda como aquel anciano. Entonces, a esos cuarenta y diez años, dice Sabina (o cuarenta y doce, o cuarenta y trece…), se  plantea qué es lo que ha hecho y lo que le ha quedado pendiente de hacer, y si ya no será demasiado tarde para esto último. Es un examen en el que profesor y alumno son la misma persona, por eso es inútil hacerse trampas a sí mismo. 

Es cierto que en esa etapa perdida entre la juventud y la vejez las referencias se diluyen; algunos pierden la motivación y se dejan arrastrar como una hoja por la riada hacia el desagüe; otros añoran tanto lo que fueron y ya no son, que rompen con las ligazones que hasta ese día los asentaron en un lugar o con una persona, y se lanzan prestos a vivir alocadamente, pero todo es ficción, el cuerpo ya no aguanta, se dopan patéticamente para quemar esas etapas, y tras la alucinación inicial, al modo de un yonki tras meterse el chute, vuelven derrotados a la terca realidad. Y entre unos y otros están los que, a esos “cuarenta y más de diez” no están para tonterías ni para espejismos de juventud, claro, pero una vez asumida esa derrota centra la mirada, antes tuerta, en el presente, y en lugar de soltar aquellos lazos para navegar solo a la deriva los asegura fuertemente, pues al fin y al cabo si ha llegado hasta aquí es sobre todo por méritos de aquéllos. 

Lo bueno de asumir este devenir es que no tenemos que casarnos con nadie, no tenemos que fingir, y nuestra paciencia y atención no las hemos de gastar en ensoñaciones del pasado. Hay prioridades; como dije antes el tiempo se abalanza demasiado rápido como para perderlo en estupideces. Nuestros cincuenta años nos han traído por fin hasta aquí, ya lo ven, con  nuestros errores y aciertos, asumiéndolo con naturalidad, sabiendo que lo que queda, ¡ay!, es menos de lo que hemos gastado. Por eso el tiempo es tan precioso. Por eso es de estúpidos perderse en engaños y en aparentar lo que no se es. En mitad del camino ya no es necesario mirar atrás.

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