Opinión

Engaño y pesadilla

No saben lo malagradecido que es esto de mandar! Y qué difícil es hacerlo como Dios manda (me encanta esta expresión: como Dios manda; con ella lo digo todo y no digo nada, que es de lo que se trata). Puede que haya gente que crea que los jefes, perdón, retiro lo de jefes, que queda algo pretencioso, y yo soy un dechado de discreción..., bueno, decía que algunos pueden pensar que a los que nos vemos en la gravísima e ineludible tarea de gobernar una nación nos gusta ese trono, ese amargo cáliz, reluciente por fuera, pero de contenido avinagrado y cruel (¡Qué morriñoso estoy, y qué poéticos pensamientos surgen de mi interior! Para que luego digan que soy un soso y que me falta carisma); pues no, amigos, no nos gusta esa tarea, pero nos sacrificamos, y mucho, porque créanme que amarga es la labor de presidir un gobierno, una organización, o incluso un partido político en el que, por supuesto, vas poniendo la mano en el fuego por tus colaboradores íntimos, crees en su honradez y resulta que, ¡hombre, por Dios!, uno se va quemando a cada escándalo que sale a la palestra, que ya son tantos que ni yemas libres de ascuas me quedan a estas alturas. ¿Cómo iba yo a saberlo? Sí, ya sé que resulta increíble que no me enterase de lo que hacían mis amigos dentro de la organización. Pero yo digo bien alto: ¡Vive Dios que si algún pecado he cometido, ese ha sido el de la ingenuidad y la bonhomía! (estoy que me salgo con mi vena bucólico-pastoril); ¿qué espera ahora el ingrato público de mí? Yo pensaba que todo lo que se publicaba al principio sobre nosotros era pura calumnia, una cobarde conspiración, todo falso salvo alguna pequeñísima cosa (como bien se dice en los evangelios, el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra). ¿Cómo me puedo sentir ahora? Yo se lo diré: me siento engañado por mis tesoreros, engañado por mis presidentes autonómicos condenados por corruptos; engañado también por esa cabeza pensante, por ese gurú de las finanzas internacionales, por ese obrador del milagro económico de finales de los noventa en España, que después la lio un poquito en Caja Madrid (de aquellas yo pensaba que arruinar un banco o una caja de ahorros le puede pasar a cualquiera), y que resulta que se pagaba las juergas, la cenas de navidad y el corte de pelo con la tarjetas opacas. Si, señores, yo soy el primer estafado, el más decepcionado por estos comportamientos inmorales. ¡Yo soy una víctima más! Y por si fuera poco, por si esto no bastase para hundirme la moral, un juez osa decir que un secretario general de mi partido usó dinero negro para comprar acciones de un medio de comunicación. ¡Falso! ¡Todo es falso, salvo alguna insignificante cosa! ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¿Quién es esa mano negra? ¿Quién dirige esta trama para derrocarnos fuera de las urnas? ¿Tan largos son los tentáculos de esos estalinistas? ¡Oh, Dios Todopoderoso, auxíliame en este funesto trance! Me siento abandonado por todos los míos. ¡Traidores! Pero, ¿qué digo? ¿Qué locura me invade de repente? ¿En quién podré confiar a partir de ahora? ¡Dejadme, no me atosiguéis! ¡Ah, periodistas carroñeros, siempre os mostráis al acecho! Pero no, no os voy a dar ese placer. No contestaré a ninguna de vuestras preguntas capciosas. ¡Dejadme el paso libre! ¡Dejadme en paz! 

— Señor presidente, ¿se encuentra usted bien? Me pareció oír su voz en medio de la oscuridad.

— Marcelino, mi fiel sirviente, ¡que sueños tan horribles perturban mi descanso! Pero dime, ¿alguna novedad en los periódicos del día?

—Mejor lo lee usted mismo. Yo no lo entiendo muy bien, pero creo que se refiere a un asunto feo del ex presidente.

—Oh, Señor, aparta de mí este cáliz.

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