Opinión

Esclavos del qué dirán

Guillermo X está compungido, diríase que derrotado, reclinado sobre la butaca en la soledad de su despacho; la mirada fija en la carta de dimisión que acaba de firmar y que descansa sobre el vade de la mesa. En la pantalla de su ordenador se ve la página de una red social, y en ella publicada una foto que no había visto en su vida. Pero sí, él era el que salía en ella, no había truco posible. “Es lo mejor que puedes hacer -le dijo su abogado justo antes de estampar su rúbrica, como colofón a una tensa conversación entre ambos-; si no abandonas te van a machacar y te van a hacer la vida imposible hasta que lo dejes”. “¡Por Dios, eso pasó hace quince años! Ni siquiera estaba casado, era un fin de semana, salimos de juerga los amigos, casi ni me acuerdo, nos debieron de dar las tantas de la mañana y sí, seguro que llevaba unas copas encima, vamos, estaba borracho, ¿de acuerdo? ¿Es eso tan grave? ¿Nos hemos vuelto todos locos de repente? ¿Pero qué paranoia es ésta?”. “Lo sé, no tiene sentido, pero hemos llegado a un punto en el que somos rehenes, no ya de las propias palabras, sino del pasado más remoto, de los actos más aparentemente inocentes, pero que de repente alguien trae a colación, se viralizan, detraen injustamente de la honradez presupuesta y se vuelven infidentes, traidores de uno mismo”. “Hoy sólo podrá dedicarse a la cosa pública quien no haya vivido”, dijo derrotado Guillermo. 

Había decidido una semana antes aceptar el cargo de delegado de Gobierno en la Comunidad. Nunca antes se había dedicado a la política, siempre se había ganado las habas en la empresa privada, pero ese nombramiento era para él motivo de orgullo y un modo de poner al servicio de la ciudadanía su experiencia, aunque le reportara una notable disminución de ingresos anuales por razón de la dedicación exclusiva al cargo. Sabía en todo caso que su paso por la política tenía fecha de caducidad. Pero esa foto desconocida, tomada un sábado por la noche con un cubata en la mano, un beso hacia la cámara, pelo algo despeinado, un cigarrillo entre los labios, la camisa por fuera del pantalón, la mano introduciendo las llaves del coche en la puerta del conductor…, y todo se había ido al traste: una inmensa bola de nieve creada a partir de una mota casi imperceptible, alimentada por una bullanga infame, un alud de improperios hacia su persona, blanco de críticas feroces, casi todas vertidas desde perfiles anónimos en las redes sociales, como una caja de resonancia que reverbera y expande una nota disonante hasta convertirla en un ensordecedor griterío talibán. Y ahí terminó su paso por la política.

Una inocente frase inicial acompañaba la publicación de la foto: “Así se divierte el nuevo delegado de Gobierno en la Comunidad”. La publicaba un perfil falso, desconocido para él. A las pocas horas había recibido miles de visitas, y entonces empezaron los comentarios: “Guillermo X en plena borrachera”, “el máximo responsable de las fuerzas de seguridad conduciendo bajo los efectos del alcohol”, “¿es éste el nuevo delegado de Gobierno que nos merecemos?”, “así celebra su nombramiento: copa en mano y un buen porro. Que no se diga”. En la época de la manipulación y comunicación instantánea, apenas hicieron falta un par de días para que esa foto y sus repercusiones — ¿debe dimitir? ¿Hay que cesarlo?—  se convirtiese en un asunto de Estado. Su valía profesional, contrastada a lo largo de tantos años, cedió ante una noche de juerga de juventud algo pasada de vueltas. 

Nos hemos vuelto tan prisioneros del qué dirán, que a duras penas discernimos lo vano de lo trascendente. Somos esclavos, no ya de nuestras palabras o actos, sino de lo que el vulgo anónimo sentencie alegremente como moral o inmoral. Aunque nadie ose tirar la primera piedra.

Te puede interesar