Opinión

Excesos monárquicos

Soy republicano, vaya ello por delante; lo curioso del caso es que a medida que uno va cumpliendo años (los 51 están ahí, a la vuelta de un trimestre) más se enraíza ese sentimiento político. Quiero decir que en los años 80 era común entre no pocos jóvenes (yo lo era) una especie de opción nueva que se dio en llamar el «juancarlismo», que era tanto como decir que uno respetaba la monarquía en tanto en cuanto el Rey Juan Carlos ostentase la Corona; un rey además que (pensábamos) nos había librado de un golpe de Estado, y que con su carácter campechano —con el contrapunto necesario encarnado en la sobriedad y discreción de su esposa Sofía— se hacía querer con facilidad por el pueblo español. De suerte que esa especie de oxímoron político, ser monárquico y a la vez de izquierdas, quedaba salvado apelando al juancarlismo de los ochenta. Evidentemente esto no hacía olvidar a uno los desastres y desgracias que acontecieron a este país por culpa de la incompetencia regia, sobre todo tras el advenimiento de los Borbones con Felipe V (ahí están los libros de historia para comprobar la decadencia de España desde el siglo XVIII en adelante), pero despojada la Corona de poder político en nuestro tiempo, tampoco es que molestase demasiado. Hasta resultaba entrañable por aquel entonces la estampa del matrimonio con sus tres hijitos.

Muchos años más tarde llegaron los excesos monárquicos; mejor dicho, si siempre los hubo, la gente empezó a no comulgar con esos desmanes: lo de la democratización de la monarquía, lo de acercarla al pueblo sonaba muy bien, pero no a costa de pagarles sus vicios y de que los yernísimos se forrasen a costa de no hacer nada; lo del rey campechano empezó a oler muy mal, y la peña se empezó a mosquear en serio al descubrir en plena cruenta crisis sus excesos cinegéticos y sus oscuros negocios con países tiranos que no hacían sino aumentar su cuenta multimillonaria; y aquél dijo, vale está bien, me voy, pero ahí os dejo a mi hijo, tremendamente preparado al frente de la  Corona, para conseguir con él preservar el honor de la monarquía borbónica, ahora tan maltrecho. Y se fue, pero no del todo, pues es emérito; y nos dejó junto a su hijo el desaguisado de su yerno Urdangarin, un jeta consumado, y a la infanta imputada, que está harta, hartita que te rilas, de vivir en un país que tan mal la está tratando (con honrosas excepciones como la de Marhuenda), pero que le sigue pagando parte de la vida de lujo que ella, su maridito y sus cuatro hijos llevan en la carísima Suiza; una infanta que es muy lista y por eso tiene un sueldo  enorme de la Caixa, y a la vez es muy tonta y por eso no se enteraba de lo que firmaba ni de por qué entraba tanto dinero en su mansión de Pedralbes. Y por ser a la vez tan lista y tan tonta se forraba a manos llenas. 

Y hete aquí que tenemos ahora un rey joven y apuesto que no duda en viajar a dictaduras para concertar negocios (claro que se trata de Arabia Saudí y no de Venezuela, que aún hay clases), y a una reina plebeya adicta a los zapatos como Imelda Marcos y a los arreglos estéticos cuyo coste es secreto de Estado.

Pero la guinda para convencerme de las bondades de ser republicano ha sido el conocimiento de que todos nosotros, infelices, hemos pagado el silencio de una conocida cabaretera que grabó sus encuentros íntimos con el rey emérito, lo que movilizó a la mismísima CIA española. Y esto, que en un país normal sería un verdadero escándalo, en esta república, perdón, monarquía bananera, no ha pasado de ser un chascarrillo de programa matutino. Quizás lo único que merezca debatir entonces es si preferimos, bien a la glamurosa Corina, o bien a la circense Bárbara como objeto regio de deseo. Elijan ustedes, que a mí casi me da la risa.

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