Opinión

Fútbol, pasiones y excesos

Irremediablemente el fútbol es tema principal estos días. Lo siento por los que no son aficionados a él, pero cada cuatro años es lo que toca. Un mundial de selecciones es algo más que un evento deportivo. Es negocio internacional, es escaparte comercial,  es sobresalto de emociones y caldo de exaltaciones, es origen de alegría y sólo un minuto después fuente de tristeza, justo el tiempo que tarda el VAR (video assistant referee¸ en inglés) en poner de manifiesto la legalidad o ilegalidad de un gol.

Es clamor popular que recorre desde las favelas a los palacios, se sienta en mesas nobles y bebe en barras de tascas en callejuelas viejas. A veces incluso se presta a una humilde venganza del pobre contra el todopoderoso -la Alemania recia, orgullosa, amante de la rigidez, la disciplina y el trabajo en equipo, se fue anteayer por la puerta de atrás-; todo es ilusorio, claro, y el espejismo de inmortalidad por la victoria de la selección se desvanece en horas, lo que tarde el vino en subir del estómago a la cabeza, y el pobre y miserable seguirá, aun soñándose campeón del mundo, dándose de bruces contra la realidad.

Pero, ¿acaso no es casi todo una vana ilusión? ¿Cuántos trenes de la alegría pasan delante del desgraciado y se paran en el andén para que pueda subir? El tren azul, que decía el grupo Leño, descarrilaba siempre. 

El fútbol entonces es bálsamo popular y gratuito, placebo de noventa minutos, chute de entusiasmo que dura lo que dura. Un mundial aglutina a millones de personas, y personalmente me gusta ver el colorido de las gradas con las aficiones rivales vistiendo la camiseta de la selección. Dirán algunos que esto es otra forma de fanatismo, que todo es excesivo e incomprensibles las lágrimas de quien ve a su selección decir adiós. Bueno, cada emoción mana sin control en el deporte, ahí radica parte de su encanto.

Lo que más nos entusiasma es lo que nos hacer reír o llorar, va de suyo; otros en este país polemizarán y querrán politizar los gustos por la selección, como si solo pudiesen vestir la camiseta nacional los de una determinada opción. Y se creen así dueños de la verdad inconcusa. Tanto unos como otros, así los que creen que ser aficionado al fútbol está reñido con la cultura e inteligencia, como los que solo ven xenófobos nacionalismos en toda bandera que ondea en un estadio, no van a ensombrecer un acontecimiento que, querámoslo o no, levanta pasiones aun entre los más calmados.

Y mientras los nuestros —la selección de España— continúen en liza, éste que les escribe seguirá poniéndose delante del televisor con toda la ilusión. Y a mucha honra.

Pero sí, siempre hay excesos; siempre habrá borregos y bandas radicales que se líen a palos o a navajazos en las inmediaciones de los campos de fútbol para saciar sus ansias criminales, muchas veces con la aquiescencia de las directivas de los equipos de los que se dicen seguidores. La violencia aneja al fútbol es su gran asignatura pendiente, y mal vamos si la fomentamos desde el fútbol base, con tanto padre energúmeno que vocifera, insulta, denigra y abochorna al propio hijo desde la grada de un campo escolar. 

Y como desgraciado colofón ahí tenemos al que un día se creyó —lo creyeron, lo llamaron— Dios, y hoy no es más que un histriónico y patético borracho y drogadicto que se arrastra y lo pasean como un mono de feria por los palcos VIP de los mejores estadios, para vergüenza propia y ajena. Maradona, hoy, es una indecencia para el fútbol, representa lo opuesto a los valores que deben presidir el deporte. Ojalá se fuese a su casa con su coca y su botella para ahogar en soledad sus miserias. Es un yonki y un bufón. Un pobre hombre. Solo eso. ¿Es que esto no lo ve nadie?

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