Opinión

Galicia, la nueva Canarias

Cuando éramos pequeños, veranear en la costa de Galicia era sinónimo de presencia constante de la lluvia, de nieblas matutinas, o de ambos fenómenos a la vez. Te levantabas por la mañana, subías la persiana, y ahí estaba el orballo cojonero. Ir a la playa era un decir; de treinta y un días que tienen julio y agosto, veías el sol seis o siete, con suerte. En los escasos días despejados escuchabas a tu madre decir: «Hoy vamos pronto a la playa, que hay que aprovechar; mañana entra otra borrasca y sabe Dios cuánto durará». Y sí, duraba otros cuatro o cinco días, repitiéndose la misma secuencia durante todo el mes. El caso es que esa climatología adversa (¿he dicho adversa? ¡quiá!) condicionaba la maleta que te llevabas de vacaciones y que preparaba con esmero tu madre (un signo, casi inadvertido, pero evidente del machismo imperante en nuestra sociedad, es que los padres, aún hoy, son incapaces de preparar las maletas de sus hijos pequeños); alguna camiseta, algún polo (niqui, decíamos, mucho menos pijo), un par de bañadores, y a partir de ahí prendas típicas del veraneo gallego: chubasquero, anorak, jerséis y katiuskas. Y, ¡oigan!, todas esas prendas cabía en una pequeña maleta; y esa maleta, junto con la de tus hermanos y padres, cabía también en el humilde maletero del Seat 127, o del  Renault 5. Y al final, padres e hijos, acurrucaditos todos, viajábamos en esos pequeños grandes coches, en los que, ¡increíble!, aún quedaba espacio para la abuela, que dócil se metía entre la pierna de uno y la barriga de otra. 

No sé cómo lo hacíamos, pero como jóvenes maestros del Tetris, nos colocábamos de tal manera que no sobraba centímetro cúbico alguno en el habitáculo del vehículo. Ni rascarte la nariz podías, pero aguantabas sin rechistar. Hoy no, hoy nos hemos vuelto más cómodos y mucho más torpes que nuestros antepasados; pese a manejar carros con maleteros de no sé cuántos litros, y pese a viajar sin abuelas, se nos queda pequeño el espacio del coche, que no nos cabe la décima maleta ni por asomo, y entonces hay movida interparental, pues a ver quién cede y aligera su equipaje antes de partir ¿De verdad creen que  hemos avanzado?

Mas les estaba hablando del veraneo gallego de antaño; la lluvia y el aire fresco no nos importaba en absoluto; quien quisiera un clima de sol y calor garantizado tenía que irse al sur o al levante, y pugnar por un sitio en sus playas abarrotadas. La gente que escapaba del calor de la meseta castellana no buscaba aquí chamuscarse en la toalla, sino regocijarse con las noches frescas, con la belleza de las rías, con sus parajes incomparables, con sus hermosas playas para tranquilos paseos al atardecer, y con una gastronomía que es puro manjar de dioses. Y aunque estos lujos, asequibles, pudieran ser reclamo eficaz para un turismo masivo, nuestro clima atlántico y húmedo servía de parapeto ante esas hordas de tez pálida que aterrizan cada año en las playas del mediterráneo, lugares que en verano son tomados por borrachos adictos al  «balconing» y a las grescas callejeras a altas horas de la madrugada.

Pero el otro día escuché aterrado que, por eso del cambio climático, Galicia será en pocos años la nueva Canarias. Dirán los que no ven más allá del propio pie que eso supondrá riqueza e ingresos para nuestra región; mas yo solo vislumbro edificios infames en lugar de casas de piedra, chiringuitos con altavoces a todo vatio en lugar de dunas y playas salvajes, y bares con letreros en alemán e inglés y clientela vocinglera donde antes había una taberna de barra y taburetes de madera, en la que degustabas un buen vino de la tierra.

No me maten si pido, por la belleza y quietud de nuestra costa, que el otrora caprichoso clima gallego vuelva a predominar. Para sol y calor ya (les) llega con el sur. 

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