Opinión

Idiotas

si realmente somos nosotros los que debemos cambiar? ¿Y si, al final, no gozamos de méritos suficientes para ser tratados de otro modo? ¿No dicen que no se ha hecho la miel para la boca del asno, ni se han de echar margaritas a los cerdos? ¿No seremos el populacho esos cerdos y asnos que no han de gozar de mayor (o ninguna) consideración? Me explico, cuando ves que te consideran tan estúpido como para tragarte lo que te echen, cuando te creen tan ingenuo como para que den ya por sentado que vas a tener por buenas y sinceras las burdas explicaciones que harían sentir sonrojo al más palurdo, es que somos nosotros los que tenemos el verdadero problema. Es preocupante que uno y otro día, y cada vez con más descaro, nos consideren idio- tas. Sí, nos toman como los convidados al banquete en el que ellos, los organizadores, compiten por ver quién lleva al invitado más gilipollas, al más idiota, a aquel del que más se puedan mofar, como en la conocida película francesa "La cena de los idiotas". Y me los imagino descojonándose de risa cuando, tras declarar a viva voz su firme propósito de enmienda y de purga de todos los elementos podridos del sistema, comprueban que muchos se tragan el discurso y se van a casa convencidos de que, por fin, esos chicos van a cambiar su manera de actuar. “¡Idiotas! —pien- san entonces ellos— , os la hemos metido de nuevo doblada, y no os enteráis”.

Aún está reciente el cabreo del respetable por el (mal) uso de los fondos del congreso y del senado para que sus señorías viajasen, por la jeta, por motivos ajenos a sus quehaceres como representantes públicos. Los idiotas nos enfadamos entonces, y esperamos de ellos (¡qué idiotas e ilusos fuimos!) una reacción clara de una puñetera vez, pues la paciencia tiene un límite. Hasta la paciencia de los mas idiotas. Pues bien, descubierto el petate, ellos se nos mostraron avergonzados, compungidos, hubo quien dijo públicamente que estaba harto, y alguno lo creyó. Pareció, en puro espejismo, que dejaban de un lado ideologías y colores partidistas, y se querían poner de acuerdo para arrumbar esas prácticas corruptas e inmorales, pues estaba en juego, no ya su maltrecha credibilidad, sino su propia dignidad. Pero, claro, no contábamos con que, para ellos, fuimos, somos y seremos siempre verdaderos idiotas, indignos de esas margaritas y mieles que se les niegan a los cerdos y a los asnos. Los dos partidos mayoritarios se pusieron de acuerdo en mantener el cotarro, y nos quisieren vender como pacto de honradez y transparencia lo que no era sino un puro paripé, un acuerdo que a la postre seguiría permitiendo a sus ilustres señorías viajar de un lado a otro sin que ni usted ni yo, idiotas como somos, supiésemos nunca para qué se gasta nuestro dinero el diputado que coge un vuelo en la T4 de Barajas.

Después de la aprobación en el congreso de esa medida, tras las bambalinas de ese teatro, los representantes de uno y otro partido pugnaban entre sí por alzarse con el trofeo: “¿Te ha gustado mi grupo de idiotas? ¿Has visto cómo se han tragado el cuento de la transparencia? -le dice un portavoz a su homólogo del equipo contrario —; los tengo totalmente amaestrados. A lo que el otro le contesta: “¡Bah!, mis idiotas sí que son idiotas de verdad. ¿Amaestrados, dices? ¡Quia!, puede que te dejen de lado en las próximas elecciones, porque tienes una competencia feroz; los míos en cambio son fieles hasta la sepultura. Idiotas, sí, pero leales hasta decir basta". Y usted y yo, y muchos de los idiotas que por ahí andan sueltos, empezamos a estar un poquito hartos de que esos sinvergüenzas nos sigan teniendo por idiotas. Y es que quiero pensar que, aunque lo piensen, todavía no lo somos.

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