Opinión

Ilusión

Sentado en el banco del parque, el anciano apoyaba su frente en las manos que sujetaban un viejo bastón de contera negra, gastada de acompañar el paso de tantos años soportados en los pellejos y en los huesos. Su mirada vagaba perdida por el suelo arenoso que moteaba de polvo sus raídas botas viejas. Parecía impasible al zureo de dos palomas que jugueteaban entre sus pies picoteando los restos de un mendrugo de pan duro. Su estampa, contemplada desde lejos, bien podría servir como descarnado símbolo de la senectud abandonada. La instantánea solo quedó rota cuando sacó del bolsillo del pantalón un arrugado pañuelo con el que se enjugó una solitaria lágrima que resbalaba por entre los surcos de sus enjutas mejillas. Quizás no fue consciente de ese amago de llanto. Quizás su llanto se había convertido ya en un solitario acto reflejo. 

Al tiempo que guardaba de nuevo el pañuelo notó una mano en el hombro, y se sobresaltó. «Oh, disculpe, no quería asustarlo; solo quería saber si usted se encontraba bien». El viejo estaba tan acostumbrado a que nadie le hablara desde que se levantaba hasta que moría el día, que no encontraba las palabras adecuadas. Miró al principio con recelo a quien le hablaba, y encontró un semblante joven que lo miraba con ojos francos. «Lo llevo observando un rato desde el banco de enfrente. Y ayer. Y anteayer. Y todos los días. Siempre está usted solo». La voz de aquel ser produjo en el anciano un efecto relajante, como si el timbre vocal actuase como hipnótico. Hasta las palomas cesaron en su arrullo ante el singular tono melódico. No tengo a nadie con quien hablar —pensaba el anciano—, ni familia ni amigos en este lugar con los que conversar; y quería hablarle y decírselo, responderle al ser que tan amablemente se le había acercado. Pero las palabras se le resistían, era incapaz de articular sonido alguno. El otro, lejos de molestarse, lo miraba con ternura. «No se preocupe, le entiendo perfectamente; por eso me acerqué. Para hacerle compañía. No es bueno estar siempre solo». Al anciano se le derramó otra lágrima que esta vez no pudo recoger. Pero por primera vez en mucho tiempo no eran lágrimas de tristeza, sino de una emoción que la sintió como un escalofrío que le recorrió la encorvada espalda. Quiso darle las gracias a aquel ser, pero otra vez una fuerza inexplicable le impedía hablar. Maldita sea —se lamentaba el anciano, que miraba desesperado a su amigo, suplicando con los ojos perdón por no responderle—. ¿Qué me está pasando?, se preguntaba el viejo. Sintió la mano del otro sobre las suyas apoyadas en el bastón para tranquilizarle mientras tomaba asiento a su lado. Tantos días envuelto en la soledad y ahora un desconocido compartía con él su tiempo. Y recuperada la calma y la ilusión perdida se descubrió sonriéndole al aleteo de las palomas. Sonriéndole a la vida. Una sensación placentera le inundó todo el cuerpo llevándose lejos los dolores de los huesos; refrescó algunos recuerdos que en el pasado le hicieron feliz, y dejó apoyar su cuerpo en el del otro, que lo rodeó con su brazo como un hijo rodea a su anciano padre...

La enfermera se lo llevó tras el tiempo de estancia en el jardín. El sol se ocultaba ya y el aire se volvió húmedo de repente. Demasiado húmedo para los endebles huesos del anciano. Mientras caminaban a pequeños pasos acompasados, ella le iba contando la misma tierna historia de todos los días: «Hoy ya es tarde, pero mañana seguro que viene su hijo a verle. No piense que se ha olvidado de usted». Mas ese día, en lugar de la mirada perdida y triste de siempre, la cuidadora vio luz en los ojos del anciano. Y por primera vez en un año, él le habló: « ¡Oh, ya estuvo aquí en el parque conmigo! ¿No lo ha visto? Me prometió que de ahora en adelante vendría todos los días verme». La enfermera, al escuchar esto, lo abrazó con todo su amor. Y él lloró de emoción al recordar al hijo que solo él pudo ver. 

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