Opinión

Lección de valores

Casi todos los fines de semana nos toca a muchos padres ir a ver los partidos de nuestros hijos menores. Fútbol, baloncesto, balonmano, voleibol…, da igual, el sábado o el domingo las gradas de polideportivos y campos de fútbol se llenan de padres que vemos ilusionados las evoluciones de nuestros chavales en la cancha. Mentiría ahora si dijese que no me importa en absoluto el resultado; prefiero que gane el equipo de mi hijo, va innato en la esencia de la competición. Pero, si no es así, el mundo y la manera de encararlo no varía en absoluto, y la pena o rabia del niño (y del padre) solo debiera llegar hasta el momento en que se le da la mano al adversario. Ha ganado porque ha sido mejor. Punto. Ahí se acaba el deseo de vencer, que nacerá de nuevo cuando en el próximo partido salten a la cancha con los mismos deseos de esforzarse al máximo para intentar salir airosos. Quizás les toque a ellos esta vez ser los ganadores. Es común además que los equipos pertenezcan a colegios que crean sus escuelas deportivas como un brazo más de su labor educativa, para fomentar entre sus alumnos los valores del compañerismo, del esfuerzo y del respeto al adversario, lo que en ningún caso está reñido con el espíritu competitivo. 

Pero todo esto, que a una persona «normal», le puede parecer una perogrullada, se olvida con demasiada frecuencia; no hace mucho vimos por televisión la bochornosa pelea salvaje entre dos padres que contemplaban el partido de futbol de sus hijos en una liga cadete provincial (catorce años). A golpe limpio anduvieron los cabestros. Como si les fuera la vida en ello. En otras ocasiones, y sin llegar a esos extremos de tal primitivismo cavernícola, escuchamos las sandeces de padres que vociferan desde la grada e insultan al árbitro y a todo el que se pone por delante, para mayor oprobio de su hijo (avergonzado, se supone), olvidando que     aquello es tan solo un partido entre compañeros de equipos o colegios distintos y no la batalla de Trafalgar, donde se las tuvieron tiesas la flota hispano/francesa contra los ingleses al mando de Horatio Nelson. Ese aciago padre personifica lo peor que puede albergar un ser humano, y lo exhibe ante el resto sin pudor. Lacra que entre todos debiéramos erradicar.

Les digo esto porque ha saltado la noticia de que un colegio de Madrid ha retirado a su equipo de baloncesto de una competición, al haber advertido que algunos de sus jugadores/alumnos habían insultado a los del equipo rival en las redes sociales, después de haberles ganado el partido. La dirección del centro, además, escribió una carta en la que pedía disculpas a los alumnos del colegio contrario, y en la que justificaban su decisión en que, cito textualmente,  «los valores del deporte colegial son intangibles, únicos y reconocidos como importantísimos para nuestro colegio». Es probable, quién sabe, que esos alumnos que se chotearon de sus rivales tras haberles ganado —y que a la postre, con su actitud tan poco noble, perjudicaron a su propio colegio— hayan visto u oído alguna vez a sus propios padres en modo borreguil en la grada, soltando bazofia por la boca en mitad de un partido, pues es sabido que de tal palo nace tal astilla, y lo que uno mama condiciona muchas veces cómo nos comportamos en cualquier faceta de la vida.

Decía mi queridísima abuela Isabel que «en la mesa y en el juego se conoce al caballero», algo que procuro nunca olvidar y que trato de inculcar también a mis hijos una y otra vez. Quedémonos ahora, pues, con esa lección de deportividad que ha dado este colegio y esperemos que cunda su ejemplo, pues ese gesto, que ahora se ha revelado como un hecho extraordinario, tendría que ser la norma general. En tal tarea tenemos que estar implicados todos: padres, alumnos y centro escolar.

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