Opinión

Lecciones de moralina

Al mismísimo diablo le vendería mi alma. Lo que fuera con tal de que, ojalá nunca pase, el ser más querido se sacudiese esa maldita enfermedad y escapase de las garras de ese monstruo que lacera, que desgarra tantos hogares. Resulta casi imposible encontrar a alguna familia en este país que no haya sido golpeada por la puñalada mortal del cáncer. Lo he vivido en seres muy cercanos, como le ha sucedido a decenas de miles más. No puedo hablar —doy gracias por mi tremenda suerte hasta ahora—  desde la experiencia más íntima, no sé lo que se siente al padecer cáncer.

Siempre admiraré la entereza y valentía con la que el enfermo se enfrenta a ese monstruo. Pero también los he visto llorar, preguntarse por qué a ellos precisamente, qué han hecho para merecer tal castigo. ¡Ah!, pero también los veo día a día levantándose, trabajando, entregándose a los suyos como si todo eso no hubiese sido sino un mal sueño. Para mí son héroes. De carne y hueso, y de un corazón enorme. No sé lo que se siente con el bicho dentro, pero he visto partir a primos carnales (¡alguna tan joven, pobrecilla!), a un tío carnal, joven, que me enseñó cosas maravillosas, y a quien fue como un padre para mí. Lo jodido de todo ello es que casi siempre se van los mejores, quién sabe, quizás para que otros los disfruten aún más en la eternidad. Así que he visto muy de cerca la tragedia del cáncer. Y ruego cada día a la diosa fortuna para que nunca se me acerque todavía más. Si así fuere no dudaría en vender mi propia alma al diablo para librar a los míos de su abrazo mortal. Estoy seguro de que ese trueque se me perdonaría en el más allá, pues el fin habría justificado de sobra los medios. 

Dicen que en pocos años los más pudientes podrán veranear en la Luna; hasta puede que se compren allí un cráter adosado con vistas al espacio sideral; otros cuentan que la rebelión de los robots está a punto de suceder; en nada nuestros coches, literalmente, volarán. La ciencia acelera casi despóticamente. Y sin embargo todo avance hasta ahora ha sido insuficiente para evitar que, a diario, el cáncer se lleve a miles de vidas en la sociedad más avanzada. En los hospitales públicos españoles, pese al esfuerzo ímprobo de los especialistas, pese a la calidad de los equipos de oncología, se pierden batallas que se llevan como víctimas a niños, mujeres y hombres por culpa de esta enfermedad. Por eso es necesaria la lucha constante contra el cáncer. Por eso nunca sobran medios materiales y humanos. Y sin embargo hay algunos que desprecian la donación de 320 millones de euros que Amancio Ortega ha hecho a la sanidad pública española para contribuir a la lucha contra el cáncer. Dicen que ya están los impuestos para ello. Claro que los tributos deben sufragar la sanidad pública (descubren la pólvora), pero eso no impide las donaciones con tal fin. Si ello fuere así, que Cáritas, por ejemplo, deje de existir por subversiva, pues su labor se puede financiar con los recursos públicos; dejen de operar las «oenegés», que reciben altruistamente millones en donaciones. Y prohíbase por fin todo mecenazgo porque atenta contra los pilares del estado igualitario. 

Vendería mi alma al diablo con tal de que los míos nunca le vieran la cara a esa enfermedad. Y si pongo en solfa el futuro eterno de mi alma, no me traten de convencer de que aceptar esa ayuda es indigno. Las vidas que se puedan salvar gracias a la detección precoz del cáncer, lograda con esos nuevos equipos, habrán justificado esa donación. Otras familias, por desgracia, no habrán tenido esa suerte, pese a la indudable calidad de la sanidad pública. Así que, lecciones de moralina, las justas.

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