Opinión

Leer

La gente en este país, por lo general, lee muy poco; el estudio más reciente habla de que casi el 40% de los españoles no ha leído nunca un libro. Y lo que es peor, tampoco piensa hacerlo. Son, redondeando y sin ánimo rigorista, dieciocho millones de personas las que desconocen el goce de imbuirse de la magia de una novela; preguntados al respecto, un 35% de esos no lectores reconoce que es un tema que, ¡bah! no les interesa. La cifra es preocupante, pues son más de seis millones de personas a las que les debe de producir asco, repugnancia o reacción alérgica la sensación de pasar con las yemas de los dedos las páginas de un libro. 

Tampoco la llegada del libro electrónico vino a paliar ese vergonzante desdén. Seis millones, piénsenlo, son muchísimas personas -para que lo entiendan, países como Dinamarca, Finlandia, Noruega o Irlanda tienen menos población-. Por eso a veces es fácil caer en el pesimismo y pensar que los males de este país son consecuencia irremediable de nuestra ignorancia y estulticia. 

Es cierto que esos datos fríos han de pasarse por el tamiz de las circunstancias sociales y la precariedad en que viven muchísimas familias -cómo vamos a exigir hábitos de lectura a quien no tiene ni para comer-, pero es sorprendente que solo el 0,7% de los españoles que nunca leen digan que es debido al precio de los libros. Y si un síntoma claro del gusto por la lectura es la corrección en el habla y la riqueza del lenguaje empleado, convendrán conmigo en que los habitantes de otras latitudes, aun de estratos sociales muy humildes, cuidan al hablar mucho más nuestro idioma. 

Hagan la prueba: cojan a un poligonero o asómense, si tienen valor, durante treinta segundos (no más) a un concurso televisivo en hora punta y comparen su jerigonza con, qué sé yo, el habla de una familia andina que llega a España a buscarse las papas, y verán qué mal parados quedamos. Quiere ello decir que, casi siempre, el interés personal en superarse y en adquirir conocimientos es la premisa básica para poder ser un poco más doctos, menos becerriles, más preparados y por ello más libres y menos manipulables. Pero hay un largo trecho aún por caminar. 

Y como en casi todas facetas de la vida, las mujeres nos llevan también la delantera  en el hábito de la lectura: estadísticamente ellas leen mucho más, y a medida que cumplimos años esa brecha entre sexos es aún mayor. La mujer madura se hace más culta e interesante; el hombre (lo siento, es lo que hay), llegado a los albores de la senectud, parece que se adocena. Estadística, querido lector, no se me enoje, siempre nos quedará el consuelo de sabernos del lado de los que nos gusta perdernos entre las páginas de un libro, aunque para ello haya que robarles tantas horas al sueño. 

Porque un buen libro emociona, otras veces perturba o inquieta, sin que podamos ya abandonarlo, y siempre nos enseña. Un libro abre las angostas mentes, nos hace más críticos y menos vulnerables, nos da razones para no tener que decir siempre que sí ante imposiciones que se dicen irrefutables. Un libro fue siempre un arma valiosa e incruenta que encorajó a tantos pueblos oprimidos por las metralletas del dictador; un poema es, bien un canto de rebeldía, bien un llanto desesperado fruto de amores rotos. También en cada verso el poeta se desnuda frente el lector y exhibe su debilidad, y qué pocos tienen el valor para hacerlo. 

Un buen libro es, en fin, una lección vital, una pizca de sabiduría que añadir a nuestro bagaje intelectual, cómo despreciarlo. Y sin embargo más de seis millones de personas desprecian en España el arte de leer. No nos quejemos entonces si reina tantas veces la estupidez.

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