Opinión

Cuatro meses de aprendizaje

Hala, se acabó lo que se daba. Vamos a unos nuevos comicios generales; cuatro meses han pasado desde las elecciones de diciembre de 2015 sin que se hubiese alcanzado un pacto que hiciese posible, al menos, sacar adelante la investidura de un nuevo gobierno. Es verdad que nadie dijo que ello devendría en una tarea fácil, a la vista del fragmentado (y quebradizo, frágil) Congreso surgido de las urnas; y es que un acuerdo que garantizase, de entrada, el voto favorable (o al menos no en contra), de 176 diputados, implicaba poner de acuerdo a partidos de diversos bandos ideológicos; y ya se sabe que el agua y el aceite son muy malos de ligar. Pero se albergaba una mínima esperanza de que, apelando a lo que algunos llaman sentido de la responsabilidad de Estado, ese acuerdo quedase «in extremis» forjado en la fragua de la Carrera de San Jerónimo. Pero no ha sido así, y sus Señorías, tras esos escasos cuatro meses, se vuelven a sus casas con la esperanza, para casi todos, de ser de nuevo incluidos en las listas electorales y de que, al menos, se igualen los resultados del pasado mes de diciembre que les permitan regresar a Madrid. Se avecinan, pues, días de dimes y diretes.

Pero es cierto que algo hemos aprendido a lo largo de estos cuatro meses de gobierno «en funciones»: sorprendentemente el país, más mal que bien, ha ido funcionando de modo rutinario; quiero decir que los supermercados no se han desabastecido, que las eléctricas nos han seguido suministrando electricidad a precios de robo a mano armada, y que las gasolineras han seguido aumentando sus precios en vísperas de semana santa y de festivos. Vamos, igual que si un gobierno de ineptos estuviese funcionando a pleno rendimiento. Tengo la impresión también de que el Ejecutivo se encontraba durante estas semanas muy cómodo en su papel de gobierno interino; debe de ser fantástico eso de gobernar sin tener que dar explicaciones a los diputados tocapelotas sobre el despacho ordinario del día a día, pero también, y sobre todo, acerca de cuestiones de rancio tufillo (condecoraciones inauditas) o de hedor insoportable (elusiones fiscales).

También hemos aprendido que la táctica de don Tancredo no le ha ido demasiado mal a Rajoy, al hilo de lo que preconizan las distintas encuestas tras someterlas a la cocina de rigor; si algún mérito tiene nuestro presidente es convertir en virtud y rédito la inacción de su conducta y el simplismo de su discurso, lo que en otros serían crasos defectos. Hemos comprobado que las investigaciones policiales y judiciales no conocen de interinidades, y así a cada poco surgía un nuevo caso de corrupción. Hasta algún que otro dios estúpidamente encumbrado (¡oh, sí, cuánto y cuántos palmeros lo encumbraron!), otrora delincuente/banquero/honoris causa, seguía haciendo de las suyas, cual burdo chorizo recalcitrante. Y hemos comprobado también que alguno se vio en el Congreso borracho de tanta gloria, que creyéndose el personaje central, quién sabe de qué obra, no hablaba sino declamaba, no oraba sino representaba, cayendo en tan palmaria afectación, que el público no sabía si prorrumpir en aplausos o patalear como síntoma de desaprobación. El tiempo y las nuevas elecciones le darán o quitarán razón.

Y lo que vaya a pasar el próximo 26 de junio nadie ahora lo puede adivinar. Mas una cosa parece clara: hay que olvidarse de las mayorías absolutas y entonces, como se configure un parlamento similar al que surgió el pasado diciembre, y se complique la formación de una mayoría parlamentaria…, entonces prepárense para vivir perennemente en bucle, enredados en el día de la marmota. Quién sabe si para regocijo de nuestro don Tancredo.

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