Opinión

Papá, no vengas más

Ojalá te des por aludido al leer esto. Ojalá me pares por la calle algún día y me digas, casi ofendido, que «no es para tanto», eso querrá decir que te han irritado estas líneas, aunque cueste mucho creer en tu capacidad de raciocinio, visto tu comportamiento incívico, primitivo. Quisiera que te murieras de vergüenza, que cuando entrases en una tienda notases las miradas de desprecio de los que te rodean, que te sintieras el triste protagonista de un documental sobre la sinrazón humana; pagaríamos por lograr que te grabasen un día en tu furor, en tu estado visceral, quién sabe si cotidiano, para que luego los muchachos visionasen en clase tus gestos, tus alaridos, tus rebuznos. Tu comportamiento bochornoso, borreguil y despreciable. Sí, eres despreciable, como padre (o madre, que hay casos); te mire por donde te mire, no hay nada aprovechable en tu condición humana. Te imagino en tu casa unas horas antes del partido, visualizando la victoria del equipo de tu hijo. Para ti, desde hace tiempo, nada tiene más importancia que ese encuentro; todo gira en su derredor. Te crees el guardián de las esencias del niño, en él depositas las esperanzas de que llegue a ser algo grande en el mundo del fútbol, pese a que las estadísticas son tozudas y te niegan razón. Solo con esa quimera que te inventas se llena de contenido y justificación la vida tan hueca que llevas, huérfana de otras alternativas o divertimentos. El partido del fin de semana es tu meta, lo que a duras penas te arrastra desde el lunes hasta que por fin llega la hora de aquél. Y yo ahora, qué cosas, estaba a punto de caer en el error y decirte que das mucha pena, pero no, qué va, el que da pena es tu chaval, que lo sacas de casa con tanta presión encima que se le va salir el corazón del pecho de tan aterrado que va. Pero nada, colega, es fin de semana y llegó tu día; mientras tu hijo se va con el equipo al vestuario para ponerse la equipación y salir al campo a calentar, tu coges el mejor sitio en la grada, bien cerca del terreno de juego para que el niño escuche bien tus órdenes, y también tus gritos si se le ocurre fallar el pase. Que no se diga que no te involucras en su desarrollo. Y ahí sentado, esperando el pitido inicial, ya oteas a diestro y siniestro, como retando a la afición enemiga (para ti son eso, enemigos), por si entre ella pudieras reconocer a alguno de tu especie porque, quién sabe, en todos los lugares cuecen habas. Y quien dice habas dice borregos.

La cosa está reñida, el resultado ajustado; a tu hijo le roban el balón haciéndole falta, al menos eso es lo que crees tú, pero el árbitro no la pita, y entonces, ¿me lo explicas?, algo rebulle dentro de ti con tanta intensidad que empiezas a insultar al árbitro, de apenas dieciséis años, cagándote en toda su familia. Ruges, te levantas, te cuelgas del vallado que delimita el campo. Tu hijo reconoce tu alarido y tiembla despavorido, muerto de vergüenza. Pero tú crees que así defiendes mejor sus colores. Eres la yesca infame que acelera el desastre, pues otro malnacido como tú entra al trapo y se te encara. En el fondo eso es lo que esperabas, que las dos aficiones se enzarzasen a puñetazo limpio; luego vendrán las imágenes vergonzosas en las que se te reconoce, fuera de sí; pondrás mil excusas a tu hijo, tipo yo no empecé la pelea, la culpa fue del árbitro, que os quería robar, y algo por el estilo; pero esos instantes, en el campo, eres el fan(ático) número uno, y que ni dios se atreva a poner en riesgo la victoria del equipo de tu hijo.

Espero que te lleguen estas palabras, y que la próxima vez que te sientes en una grada nadie quiera estar a tu lado; la estupidez se contagia. Ojalá, en fin, que tu hijo tenga el valor un día de decirte papá no vengas a verme más. Por el bien del deporte. Y por su propio bien.

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