Opinión

Un pequeño mundo por descubrir

Eres un alma independiente, así te definió el otro día quien te dio la vida; cada día me sorprendes un poquito más, nunca sé por dónde vas a salir. Cuántos días anhelé meterme en tu cabeza, abrir esa elucubración mental, inescrutable casi siempre. ¡Lo que daría a cada instante por saber cómo encajar tus pensamientos, tus impulsos, aprenderme de memoria el manual de instrucciones de ese atrayente jeroglífico que eres tú! Pero no podía (pensaba muchas veces), se me escapaba ya tu primera reacción; yo me perdía antes siquiera de cruzar el zaguán de tu misterioso mundo. Si no te viese, como te veo, todos los días, parecería que fuésemos dos extraños. Pero no, a un extraño no se le quiere de la manera en que a ti te amo. Te lo digo desde ahora, toda mi inicial desesperación se derrumba ante el amor que te profeso, ¿lo sabes? Porque a veces creo que no lo sabes, y quién sabe de quién es la culpa. Pero no, hijo mío, la culpa no es de nadie, pasa sencillamente que a veces me puede la impaciencia, quiero que me entiendas y entenderte yo a la primera. Y eso, a veces, es totalmente imposible. Otras veces me pregunto, ¡torpe!, ¿me comprenderás algún día? ¿Hablaremos por fin el mismo idioma? Torpe, sí, porque solo mi torpeza me lleva a tales inútiles dilemas, cuando nadie, y menos tú, tiene una respuesta, por lo demás, imposible. Paciencia, me dicen al lado, paciencia. Y yo, torpe de nuevo, la pierdo a veces, como la pierde el que se siente aislado en un corrillo de extraños.

Pero no, hijo, no me tengas en cuenta todo lo anterior; de mis torpes palabras parece desprenderse un cierta y lejana quejumbre o reproche, o una impotencia cobarde. ¡Qué egoísta soy! Me quejo porque siento que no te comprendo, y sin embargo, ¡cuántas veces te habrás sentido tú así! A diario, mi vida, a diario seguro que en tu cabeza se encienden una batería de luces rojas de incomprensión; «por qué no me río cuando todos lo hacen»; «cómo no me voy a enfadar si han dicho lo que han dicho, aunque luego dicen que solamente era una manera de hablar», «por qué me resulta tan difícil controlar estas manías que parece que nadie tiene, salvo yo». Éstas y otras mil preguntas más te asaltarán a diario, lo sé, ahora me doy cuenta; entonces me basta un simple ejercicio de empatía —esa asignatura que tantas veces se te atraganta—, para ponerme en tu lugar. Y llego a la conclusión de que eres un auténtico superviviente que bracea incansable para alcanzar la orilla en un mar embravecido. Ocurre que, en tu caso, esa orilla es el final de cada día, y las olas bravas son las reglas convencionales, ortodoxas, que a ti se te hacen tan oscuras y tan extraordinarias. Y sí, llegas a la noche, y lo que para unos fue una jornada rutinaria, para ti se convirtió en otra prueba de fuego. Te pregunto qué tal te ha ido y me contestas que bien. Siempre parco en palabras. Escudriño en tu mirada para ver si atisbo un rastro de dolor, de enfado, quizás de un insulto recibido. Pero no adivino nada, eres tan inteligente que me ocultas perfectamente lo que sientes. Hasta pienso que lo haces, qué cosas,  para no preocuparme. Solamente me queda abrazarte, besarte, sentir el roce de tu piel con la mía, pese a que sé a ciencia cierta cuánto te cuesta dar ese abrazo. Pero lo haces, y se me derrite el corazón de tanto que te quiero. Y creo finalmente que tú y otros tantos seres como tú, anónimos unos, y otros no tanto (Van Gogh, Albert Einstein, Benjamin Franklin, Abraham Lincoln, Bertrand Russell, Emily Dickinson, Mark Twain…), todos brillantes, habitáis un mundo extraordinario que está por descubrir».

(PD.- Carta de amor, rescatada de unos archivos, escrita por un padre a un hijo con síntomas de Asperger). 

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