Opinión

Pide perdón, que todo pasa

El maltratador incorregible (¿hay alguno que no lo es?), ese hombre cobarde que esgrime su fuerza bruta como único argumento frente a su pareja, a la que tantas veces insultó, pegó o forzó, también le pidió perdón alguna vez, cuando la vio rota en lágrimas de rabia y desesperación con el cuerpo marcado por su ira. “Perdón, cariño, no sé lo que me pasó. No volverá a suceder jamás”. Y esa asunción ficticia de la culpa, ese manido reconocimiento del mal infligido, en lugar de provocar un cambio de actitud, al final se convierte en el mejor aliado del maltratador, pues en esa falsa petición de clemencia hallará el bálsamo reparador en el que refugiarse del escaso remordimiento de conciencia que le pueda sacudir al caer de nuevo en la misma fechoría. “No volverá a suceder jamás, cariño. Al menos hasta que se me vuelva a escapar, sin querer, la mano”. 

El bocazas que se va de la lengua en una entrevista, el responsable público que escupe un comentario soez o machista en una red social, el “patriota” que suelta comentarios fascistas en mitad de un pleno municipal, o el que, creyendo que los micrófonos están cerrados, llama hijo de puta a un adversario político, de modo que todos ellos se convierten en tristes protagonistas y en vergüenza para muchos de los que dicen representar, se apresuran a salir al día siguiente en los medios de comunicación para decir que se han sacado de contexto sus palabras (sepan que hay en Derecho una máxima que dice: “in claris non fit interpretatio”; o sea, para que me entiendan, que si las palabras son claras, déjate de coñas, chaval, que dijiste lo que dijiste, y ahora apechuga con la que te va a caer encima); y si esa justificación “descontextualizada ” no es creíble, siempre se puede acudir al infalible remedio: “En cualquier caso, quiero pedir perdón por si alguien se sintió ofendido por mis palabras. No era esa mi intención”. Ese alguien (ya lo imaginarán) puede ser la mujer vejada por el comentario machista, o la víctima de la dictadura despreciada por la frase lapidaria fascista. Por ejemplo. Y ahí tenemos, de nuevo, al perdón con su efecto reparador, purificador, milagrero incluso, que al decir de los prosélitos del infame lenguaraz, dignifica a este y lo eleva a la más alta estima. Hoy parece que el mérito o el reconocimiento no se mide por la capacidad o el talento, sino por la virtud de la compunción pública, fingida la mayoría de las veces, pero eso es lo de menos; lo importante es que pronuncies la palabra mágica, PERDÓN, y lo demás te vendrá rodado: la gente se olvidará de tu pecado (pecado, perdón, ¡con la iglesia hemos dado, Sancho!), y aquí paz y después gloria.

El ambiente está tan podrido, hay tanto cabrón suelto rondando las canonjías públicas, hay tanto cínico haciéndose el longuis cuando pillan a su amigo corrupto (al que ahora solo conocen de vista) con la cuenta corriente y la entrepierna en el paraíso; hay tanta sede presuntamente reformada a base de mordidas, hay tanto espabilado atento al paso de la subvención pública para hincarle el diente, y estamos por eso tan hasta los mismísimos de esta calaña, que ¡oh, milagro, el presidente ha pedido perdón! Sí, hasta él ha sucumbido a la tentación de ese dulce pastel de convento; solo hizo falta que pusiese cara de pazguato mientras pedía clemencia para que, de repente, toda su responsabilidad quedase liquidada. He aquí, pues, al adalid de la lucha contra la corrupción, blandiendo el perdón como bandera. 

Eso está bien, presi, pero, ¿qué hay de la penitencia? — pregunta un incauto.

Poco a poco - le contestan -, déjele que disfrute de su gloria. Al fin y al cabo, dos avemarías y dos padrenuestros se pueden rezar hasta en la alcoba. No nos pasemos en la rendición de cuentas.

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