Opinión

Pobres

D esde hace tiempo se ha venido repitiendo, al principio con la boca pequeña, luego a viva voz, que España se estaba llenando de pobres. Y con razón. No, no piensen en esos “pobres de siempre”, en los que pululan por las zonas viejas de la ciudad con sus ojos tristes de pobres, con sus caras y manos sucias de pobres, y con sus ropas y zapatos raídos de pobres de larga, de eterna duración. Estos, por desgracia, en nuestro querido mundo occidental, están a salvo de los vaivenes de la economía y de las caprichosas y estúpidas decisiones de los gobernantes.

Esos son nuestros pobres de siempre, y en las villas y ciudades pequeñas podríamos incluso repetir sus nombres o apodos, y ubicar a cada uno sin error en sus esquinas favoritas para pedir la limosna mañanera. Son, es cierto, nuestros pobres, y si algún día les dijésemos ¡vamos, ánimo, todo va a cambiar, que ya estamos creciendo al 3,5%!, nos mirarían con mezcla de incredulidad y desprecio, y hasta puede que nos tirasen a la cara las pocas monedas que guardasen entre sus pobres sucias manos. Son los pobres estructurales de solemnidad. Estos pobres endémicos no condicionan ningunas elecciones; no cuentan como caladero de votos para ningún partido; su imagen e ideología es aséptica, neutral, pues la vergüenza de su existencia es monocolor. Por eso no son peligrosos, no provocan vuelcos en la intención de voto. Son los parias de la sociedad, los pobres entre los más pobres, y respecto de ellos lo único que se suele decir, para consuelo de la propia conciencia, es: ¡Pobres, qué se le va a hacer!


¡Ay!, pero aparecen ahora esos otros pobres, llamémosles coyunturales para dulcificar algo su desesperación. Son los pobres que nunca lo fueron y ahora reciben de sopetón un curso acelerado de pobreza; son los pobres de los que hace un par de años solo se acordaban los alarmistas, los pájaros de mal agüero, los demagogos, los antipatriotas y, los peores de todos, los piojosos perroflautas que indecentes osaron levantar su voz. Y frente a tal denuncia la soberbia ceguera fue doble: por un lado se menospreció su dolor y sufrimiento; al fin y al cabo los comicios electorales quedaban  lejos, y de lo que se trataba era de calmar a los mercados y de cuadrar las cuentas que debíamos rendir en Bruselas y Berlín. Por otro lado, muchos tertulianos de billetera ancha y miras estrechas se hartaron de decir que España no era Grecia, ni Rumanía ni Albania, que esos pobres de los que habláis no son tales, que en este país hay mucho jeta que se las ingenia para ir tirando con chapuzas por aquí y allá mientras cobra el paro o el PER, o se fuma la pensión de su abuelo; que aquí de pobres nada, y en breve ya veréis cómo se produce el milagro europeo...


Y en esto se acercaron las elecciones, y mientras (parafraseando a Pedro J.) el estafermo de Rajoy siguió negando la mayor y hablaba de macroeconomía y de no sé qué de tasa de crecimiento, los funcionarios estalinistas del INE dijeron que el  porcentaje de españoles bajo el umbral de la pobreza había aumentado en 2014 del 20,4% al 22,2%, y que la tasa de pobreza real era del 29,2% si se tenía en cuenta la carencia de necesidades básicas en los hogares (falta de luz, de calefacción, carestía de alimentos...). La ceguera entonces fue absoluta, pues no quisieron ver la realidad de esta nueva pobreza, la que sí vota, la que sí protesta en las urnas, la que aún se resiste a poblar las esquinas de las zonas viejas de la ciudad.


E igual que el ciego al volante se estrella en la primera curva, así el gobernante arrogante e insensible a los problemas de sus convecinos se da el batacazo electoral. No, no es cuestión de falta de piel, que diría el sabio Floriano. El cuerpo entero ha fallado. Aunque, ya saben, no hay peor ciego que aquel que no quiere ver.

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