Opinión

Pocos y mayores

Non é por nada, eh, pero somos cada vez menos e máis vellos por estos lares. Según el Instituto Nacional de Estadística, Galicia perdió 9.496 habitantes en el año 2016. Su saldo vegetativo (diferencia entre nacimientos y muertes) fue de signo negativo y se cifró en 12.683 personas; además se fueron de esta tierra 1.585 personas, abocados a buscarse el pan o la buena suerte en otros lugares, y solo la llegada a esta tierra de 4.772 personas impidió que la pérdida de población fuese aún mayor. Ya ni les cuento lo grave del asunto si nos fijamos solo en Ourense: según el INE, esta provincia perdió en el último año 3.538 habitantes; eso supone el 37% de la pérdida total que sufrió esta Comunidad Autónoma. Ninguna de las otras tres provincias alcanzó tal ratio; en algo, pues, somos la primera provincia gallega. Que se callen todos, que no se diga que pregonar a los cuatro vientos que «todos somos Ourense», o que presumir de ourensanía allí donde uno va no sirve de nada. Vale que eso no fija población, vale que toda la parafernalia burocrática queda olvidada en un cajón de un despacho oficial, o perdida entre las páginas del Boletín Oficial. Pero siempre gritaremos nuestro amor por Auria, y se nos llenará el pecho de emoción y de morriña, aunque en pocos años seamos aún más ancianos, aunque los parques sigan acogiendo a los abuelos, bastón en mano, sin nietos jugueteando a su alrededor. Aunque sigan ya solo unos pocos adentrándose por las calles de aldeas abandonadas, en las que, por no sonar, ya ni suena el cencerro de bueyes, ni el agua en la fuente de la plaza, ni tampoco el ladrido rutinario, casi desinteresado, del can al vernos llegar. 

Galicia se desangra demográficamente, y Ourense mucho más; antes los jóvenes abandonaban los pueblos y se iban a la ciudad, donde esperaban conseguir un trabajo «normal», de esos que van de lunes a viernes, para luego tomarse unas copas el fin de semana. «El campo es duro y esclavo, y trabajas de sol a sol los siete días de la semana. Fíjate en las manos de padre, mira los ojos de madre, secos de tanto sol abrasador. Ellos no descansan nunca», debían de pensar los rapaces en los pueblos y aldeas, imaginándose pronto en la capital, dejando atrás la quietud monótona, a la que solo regresarían unos días de verano, para recorrer los regatos y saludar de nuevo  a los viejos del lugar, sentados éstos, como suelen, en las mismas sillas puestas a las puertas de sus casas, apoyadas sus manos en caxatos de edad indeterminada. 

Pero ahora ya ni siquiera hay jóvenes que se planteen dejar las aldeas; hace tiempo que de entre sus casas no se escapa alegre ni un primer llanto esperanzador de un recién nacido; las paredes se desconchan y las leiras se abandonan; el letrero del único bar del pueblo amenaza con caer al suelo, y se mueve a merced del viento que baja de las lomas que antes cobijaban rebaños, y hoy son presa fácil del fuego. Los pueblos gallegos, las aldeas orensanas se mueren en medio de su propia hermosura, una belleza que no ha sido capaz empero de atar a sus tierras a los habitantes que algún día las poblaron. Y nadie, ni antes ni ahora, ha sido capaz de paliar esta situación. Ni siquiera  nos queda el consuelo de que las ciudades compensen ese abandono, pues han dejado también de ser el vivero de las nuevas generaciones. 

Somos menos y cada vez más viejos; cada día transcurrido durante el año 2016 esta provincia perdía diez habitantes. ¿Pocos? Hagan un sencillo cálculo: con esa progresión, en menos de treinta años desaparecería la población que hoy habita la ciudad de Ourense. Para temblar. ¿Alguien pone remedio? ¿O nos quedamos en gestos pomposas que no llevan a nada?

Te puede interesar