Opinión

Política mojigata

Es difícil que el debate y la confrontación de ideas en el ámbito político español puedan caer a niveles más grotescos y zafios que los que tienen en la actualidad. Asistimos perplejos -y quiero pensar que aún conservamos una mínima capacidad de asombro- a una conversión del Congreso y Senado en un plató chabacano y cutre, en un vocerío quinquillero en el que no se contrastan, como sería deseable, ideas de calado económico o social, sino que sus pasillos y estrados se empapan de vulgares discusiones y enredos de visillo que producen sonrojo y vergüenza ajena. Si el finado Luis Carandell resucitase para deleitarnos con sus inigualables crónicas parlamentarias se moriría de nuevo ante la chusma infame que se propala por las Cortes y el escaso bagaje intelectual de sus señorías, salvo honrosas excepciones. Todo el mundo puede ser  diputado o senador en este país, sin necesidad de examen previo de idoneidad. Ésa es la grandeza (y a veces la miseria) de nuestro sistema parlamentario. Otra cosa es que algunos de los que se sientan en los escaños merezcan llamarse representantes de la ciudadanía. No pocos mancillan el mandato popular. 

 Digo esto porque parece que hoy la gran preocupación de la oposición, casi diría que el debate sobre el estado de la nación gira en torno a un hecho de suma gravedad: en el año 2009 la actual ministra de Justicia Dolores Delgado, a la sazón fiscal de la Audiencia Nacional (AN), experta en lucha antiterrorista (ese “título” no lo expiden en la Rey Juan Carlos I), en un almuerzo privado y conversación distendida en la que participaban otros comensales, entre los que estaba el comisario Villarejo (oscuro personaje de las cloacas del Estado), dijo de Grande-Marlasca, ahora ministro de Interior y entonces juez instructor de la AN, que era «maricón». Este juez ya había declarado abiertamente su homosexualidad años atrás, por eso, al parecer, el pecado de la ministra no fue lo que dijo, y tampoco dónde lo dijo (una comida privada en la que un chantajista estaba grabando lo que allí se decía), sino cómo lo dijo. Nada habría pasado (hoy) si (entonces) hubiese usado la palabra «homosexual»; supongo que tampoco si hubiese dicho “gay”, aunque tengo mis dudas. Pero, ¡ay!, en el 2009, en un almuerzo informal, quién sabe si a modo de chascarrillo o cotilleo, la ministra osó referirse a un homosexual declarado como maricón. Y ahora, nueve años después, tras haber trascendido al público esa grabación inconsentida, la ministra, a decir de la bancada de la oposición, debe dimitir. Así es el nivel actual de la política española. Tras el éxito de “A ver quién tiene más grande el CV” llega a las pantallas del hemiciclo “A mí tú no me llamas maricón a la cara”. Pasen y vean.

Me reconozco sobrepasado por tanta mojigatería. Y confieso, sí confieso, que en más de una ocasión habré usado la palabra maricón en lugar de homosexual¸ que también me he reído con un chiste de gitanos (o de Lepe) contado por un amigo que los borda, y que del niño que es de raza negra oso decir que es negro, no negrito (papanatismo donde lo haya), pues de lo contrario mis hijos serían blanquitos. Y ustedes no se libran, así que repasen su pasado, rememoren sus conversaciones, incluso las más triviales, en las que también hubiese intervenido algún miembro de la vida pública, y si por asomo albergaban alguna expectativa de ocupar un cargo político, olvídenlo, pues ese chiste verde, ese taco, ese vete a tomar por el culo dicho en una discusión les inhabilita para siempre. Aunque su preparación esté fuera de toda duda. Aunque nadie les haya aprobado una asignatura (o dieciocho) sin tener pajolera idea. Esto no tiene importancia. El debate, hoy, es que hace nueve años una ministra usó la palabra maricón.

Política española, siglo XXI.

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