Opinión

Reencuentro

Cuando ella lo vio en la calle a lo lejos reconoció al instante su figura. Cómo no recordarlo, cómo olvidar sus anchas espaldas, su pelo calculadamente desordenado, el ademán de sus brazos al caminar, sus largos pasos. El transcurso del tiempo difícilmente puede borrar el duende con el que nacen tocados algunos seres privilegiados. ¿Cuantos años habían pasado desde la última vez?, se preguntaba ella, incapaz de apartar la vista de aquella silueta. Veinte años, quizás alguno más, y aún sentía estremecerse toda ella al recordarlo. Había llenado el vacío de días enteros repasando las fotos de sus viajes en común; había calentado las noches de insomnio y lágrimas rememorando sus caricias descaradas, sus besos mojados, sus sacudidas en el clímax. ¿Aún lo amaba de verdad? ¿Era eso lo que le pasaba al descubrir ahora el temblor de piernas que la invadía hasta casi desfallecer? Apuró el paso para acercarse más; por cada dos metros que caminaba le recortaba uno, calculaba de modo infantil. «Esto es ridículo —pensaba en voz alta—; ¿qué hago ahora yo persiguiéndote después de tantos años?». Pero al ver que él doblaba la esquina de la calle aceleró el paso, temerosa de perderlo de vista. Sentía los latidos en sus sienes cada vez más fuertes. «Por qué te fuiste —¿lo sabré algún día?— sin casi decir nada. Te supuse muy lejos de aquí, desaparecido para siempre de mi vida. Pensé ingenuamente que te había olvidado, que el dolor que sentí tan hondo cuando te fuiste había tenido la pobre recompensa de mi indiferencia postrera. Pero estaba equivocada, maldito. Es imposible, es superior a mí, este dolor punzante que ahora me vuelve me dice que nunca podré olvidarte. O es que no lo deseaba en realidad. Ésa es mi desgracia y al mismo tiempo ésa es mi razón de ser. Ahora entiendo por qué nadie me robó el corazón desde que un día decidiste desaparecer. Te lo llevaste contigo, me dejaste casi inerte, incapaz de volver a amar. Hasta ahí llegó tu castigo. Y ahora, viéndote a lo lejos caminando, mi sangre se altera y bulle, y me oprime de tal manera que me duele tanto como el alma. Me has traído el corazón de vuelta, quién sabe si para romperlo de nuevo. Y me sorprendo yendo al abismo de nuevo; aquí me ves, amor mío, persiguiéndote como la primera vez, sabiendo a ciencia cierta que me has derrotado, sin tú saberlo siquiera. Eres mi cara y cruz, mi delirio, mi suerte y mi desgracia».

Ya casi lo había alcanzado. Iba pensando en qué decirle, o mejor sería no decirle nada y echarse directamente a sus brazos, asirlo fuertemente para que no se volviese a escapar. «Te odié, lo sabes, casi tanto como te amé y te amo, y nunca lo dejaré de hacer, ahora que te veo de nuevo lo sé», pensaba. Pero no sabía nada de su vida ni de sus amores presentes. Quizás me haya olvidado, se dijo, y un escalofrío mortal le recorrió la espalda y la paralizó. Solo cuatro metros separaban la incertidumbre nerviosa de la certeza de saberse feliz o desgraciada, esta vez sí, para siempre. Aún estaba a tiempo de evitar ese encuentro y seguir con su vida lánguida y lisa, sin sobresaltos, pero también sin aquellos arrebatos de locura que un día le dieron una o mil razones para vivir. Cuando llegó hasta él y se descubrió tocando su hombro para que se diese la vuelta ya era tarde para echarse atrás: 

«No sé por qué un día te fuiste y me hiciste tanto daño. Me he preguntado tantas veces qué pudo pasar que me he vuelto loca de tanto intentarlo. Y ahora te veo y parece que todo mi dolor desaparece de un plumazo». Él no dijo nada, pero rompió a llorar y sus ojos dijeron que no dejó de amarla en todos esos años. Que solo quería descansar al lado de quien supo desde siempre que caminaría en la distancia a su lado.

Te puede interesar